¿Qué marxismo está en crisis?*

Jorge Luis Acanda

El reciente III Pleno del Comité Central del PCC argumentó sobre la necesidad de revitalizar «la enseñanza, conocimiento y divulgación de nuestra historia, así como del Marxismo-Leninismo», de cara a «los desafíos de la guerra cultural que se nos hace desde los centros de poder hegemónico del capitalismo transnacional».

El camino hacia la claridad y firmeza ideológica reclamadas por la dirigencia partidista pasa, sin embargo, por dirimir sobre un tema que ha conjugado diversos problemas. Problemas actuales, pero no novedosos, como no lo son las críticas al canon del «marxismo-leninismo» y a sus efectos políticos, económicos y culturales, a su papel como doctrina organizacional e ideología de Estado. Su análisis debe asumir la herencia peculiar del proceso revolucionario y socialista cubanos, así como la sacudida de los años noventa, cuando el descalabro del sistema soviético y la crisis aparejada asentaron nuevas condiciones en nuestro país.

Dirimir sobre la situación actual del marxismo en Cuba supone aproximarnos a nuestra historia reciente, a los intentos de reformular nuestro socialismo, a nuestras prácticas e instituciones, a los debates y valoraciones que han suscitado. Crear alternativas ajustadas a nuestro contexto implica superar viejos dogmas, no actualizarlos. El proyecto de emancipación social, de crítica cultural, que el marxismo revolucionario ha sostenido, no avala disociar las formas o medios, de los contenidos.

De ahí que decidamos abrir un nuevo espacio para divulgar textos de autores cubanos que han analizado varias dimensiones del tema. (Instituto de Filosofía)

Mucho se discute en la actualidad en Cuba con respecto a la existencia de una «crisis del marxismo». Los argumentos en pro y en contra de su posible existencia se entrecruzan. En este caso ocurre, como en otras muchas dis­cusiones, que el referente de la discusión no es el mismo para todos los que participan en ella. Estamos en presencia de uno de los cé­lebres «conceptos murciélago» de que habla­ra Vilfredo Pareto: pueden verse en ellos pájaros y ratones. Algunos hablan de crisis en el sentido de «crisis fecundante», de «crisis de crecimiento», entendiendo por tal un momen­to necesario (y, por tanto, normal) en el desarrollo de un sistema. Estaríamos en presencia, por tanto, de un proceso de «acu­mulación interna» de nuestra teoría que «pro­cesa» los nuevos elementos y fenómenos surgidos en la realidad. Al final de este «pro­ceso» de «elaboración» aparecerán todas las respuestas necesarias. La «crisis» se resolverá por sí misma. Para otros, sin embargo, la «cri­sis» se entiende como «crisis gnoseológica», como «crisis de ineptitud»: la teoría marxista habría llegado a sus límites y habría agotado sus posibilidades. Sería incapaz de conocer la nueva realidad. La tarea sería, por ende, o bien elaborar una nueva teoría, o bien en­contrar, en las ya existentes, la más ade­cuada para la intelección de los nuevos fenómenos.

El primer requisito es, por tanto, la defini­ción de las posiciones. Está claro que, por principio, no podemos estar de acuerdo con la interpretación que endosa al marxismo un agotamiento total de sus potencialidades. Pero tampoco compartimos el cuadro excesi­vamente optimista de la «crisis de crecimien­to». Constatemos un hecho que conside­ramos comprobado: existe un atraso de la teoría marxista respecto a las interrogantes y problemáticas que la actual praxis histórico-social de la humanidad plantea. Atraso tanto más preocupante, cuanto que coincide en el tiempo con una crisis de valores que tiene lu­gar en el campo del socialismo. Muchas de las viejas figuras teóricas han demostrado su inconsistencia, o al menos su pérdida de vi­gencia, pero no están conformados plena­mente los nuevos instrumentos intelectivos. Formulaciones que parecían incontestables no solo son rebasadas por los acontecimien­tos, sino que éstos han demostrado que aquellas nunca fueron ciertas. Tienen lugar procesos que no solo no encuentran explica­ción en las teorías al uso, sino que incluso, de acuerdo con éstas, no podían siquiera llegar a existir. Vivimos una etapa de cuestionamiento de muchos aspectos de nuestra teo­ría, y de búsqueda de nuevos instrumentos cognoscitivos. Búsqueda urgente a la que la existencia real de un sistema capitalista en ofensiva, y que aún puede manejar sus con­tradicciones internas, se torna de un apremio dramático. Es una búsqueda teórica que se realiza conjuntamente (tiene que realizarse conjuntamente) con necesarias transforma­ciones y ensayos en la realidad concreta, con todo el riesgo de errores que ello conlleva, y las consecuencias que estos errores pueden acarrear.

Lo que ha entrado en crisis no es «el marxismo», sino una cierta interpretación, una cierta lectura del marxismo. Lo que ha entra­do en crisis es el marxismo dogmático, el marxismo entendido como sistema de fórmu­las fijadas de una vez para siempre, el marxis­mo de la autocomplacencia y del dogma.

Llegados a este punto, resulta preciso for­mularse la siguiente pregunta: ¿por qué este atraso de la teoría? El hallazgo de la respues­ta es tanto más importante, cuanto que no es la primera vez en su historia, que el marxismo atraviesa por un proceso semejante. Gerard Bensoussan ha señalado, con mucha razón, que talmente pareciera como si la crisis repre­sentara la forma (ciertamente extrema, pero en modo alguno excepcional) en la cual el marxismo revela su relación viva con su obje­to. (Véase la entrada: «Las crisis del marxismo», en el Diccionario crítico del marxismo, publi­cado en París en 1982 por un grupo de exper­tos franceses bajo la dirección de Georges Labica y el propio Bensoussan. Nótese, de paso, que la referencia es a «las crisis» del marxismo, en plural). A fines del siglo XIX, el tránsito del capitalismo de libre concurrencia al capitalismo monopolista hizo surgir nuevas demandas teóricas, ante las cuales un marxis­mo mecanicista y reformista, sustentado por la mayoría de los líderes de la II internacional, se demostró impotente. El estallido de la Pri­mera Guerra Mundial, el hundimiento de aquella organización y el colapso del movi­miento obrero internacional, demostraron la insolvencia de un conjunto de fórmulas que conformaban la imagen de un «marxismo» que se presentaba a sí mismo como la «ver­sión oficial», desbancado no solo por los acontecimientos, sino también por la irrup­ción enérgica de «otro marxismo», hasta en­tonces condenado por herético y revisionista.

Nos estamos refiriendo al marxismo de Lenin, al marxismo-leninismo. El reflujo de la ola re­volucionaria que sacudió a Europa en el quinquenio 1919-1923, marcó otro momento importante en la historia del marxismo. ¿Por qué, si todas las condiciones objetivas esta­ban dadas, la revolución proletaria no pudo trascender las fronteras de la Rusia soviética? Lenin había elaborado la teoría general de la revolución socialista, y la había desarrollado, en el sentido de su concreción, dibujando hasta en sus más pequeños rasgos la teoría de la revolución socialista para Rusia. ¿Por qué no se había logrado formular instrumen­tos teóricos similares para Hungría, Alemania o Italia? Las búsquedas de figuras, como A. Gramsci, G. Lukács y otros fueron silenciadas o condenadas por una nueva «ortodoxia» que canonizaba las fórmulas de una lectura del marxismo-leninismo que encontró en Stalin y Bujarin sus principales figuras.

La repetición de estas situaciones, la per­manencia del estancamiento, nos obligan a buscar sus causas. Son éstas tanto de carác­ter interno (es decir, teóricas) como externo. Las causas externas se relacionan con la vin­culación del marxismo, en tanto ideología, con la política y con los intereses de grupos de poder, que han intentado conformar esta teoría a imagen y semejanza de sus aspira­ciones y deseos. Las causas de carácter inter­no son de carácter teórico y se refieren a las propias características de nuestra doctrina. Nos referimos en este trabajo a las causas de carácter interno, y sobre todo en lo tocante a la filosofía, eje conceptual del edificio teórico del marxismo-leninismo.

Definimos nuestra filosofía como materia­lista y dialéctica. La caracteriza, por tanto, cierta tensión interna, la correlación existente entre dos momentos que entendemos que se presuponen, aunque ello no ha sido siempre así en la historia del pensamiento filosófico anterior. En la filosofía anterior, materialismo y dialéctica aparecían como excluyentes. No resulta casual que la dialéctica haya sido de­sarrollada por el idealismo. El materialismo del siglo XVIII se caracterizaba por presentar una interpretación fatalista de la historia y de la relación del hombre con su mundo. Su visión contemplativa del sujeto cobró cuerpo en el determinismo mecanicista. Los filósofos idea­listas alemanes de fines del XVIII y principios del XIX, intentaron por su parte hacer con­cordar la idea de un mundo racional (regido, por tanto, por leyes) con la interpretación del hombre como sujeto activo, que crea su pro­pio mundo y su historia. La dialéctica se da así en la filosofía clásica alemana no como un mero estilo de pensamiento, sino como un instrumento teórico centrado en el estudio de las capacidades creadoras del sujeto. A esta antinomia entre un materialismo contemplati­vo, prisionero de una interpretación causal-mecanicista del determinismo (tomada de las ciencias naturales) y una teoría del sujeto y su actividad, que prisionera del idealismo no po­día rebasar el ámbito de la especulación, se refiere Marx en la célebre primera tesis sobre Feuerbach. Colocar el materialismo y la dia­léctica en una relación de presuposición, en la cual cada uno de los dos momentos (el materialista y el dialéctico) encuentra su es­pecificidad no en sí, sino en su relación con el otro, implicó necesariamente, por parte de Marx y Engels, una muy compleja labor de reformulación de ambos. Y si bien la fórmula «poner sobre sus pies» a la anterior dialéctica ha encontrado, a partir de su acuñamiento por los clásicos, una amplia difusión, son po­cos quienes han prestado atención a la ne­cesaria «inversión» a que tuvo que someterse el viejo materialismo, que no podía ser utilizable sin más por Marx y Engels. El materialismo marxista no constituye un materialismo más, sino un nuevo tipo de materialismo, cualitati­vamente superior a los precedentes. Es un materialismo «dialéctico». Lo mismo reza para la dialéctica marxista, que es una dialéctica «materialista». Es preciso, por tanto, no perder de vista en primer lugar la especificidad que ambos momentos alcanzan en el marxismo, y en segundo lugar, la relación compleja que establecen ambos entre sí. La conclusión cla­ra: resulta preciso pensar la estructura interna de esta filosofía, y no asumir en forma acríti­ca, como una mera fórmula más, el concep­to de «materialismo dialéctico».

¿Cómo entendían Marx y Engels su mate­rialismo? La respuesta más simple nos llevaría al planteamiento de la relación entre el ser y el pensar, y a afirmar que el materialismo de Marx, como todo materialismo, significa asu­mir el carácter determinante de lo material sobre lo espiritual. Pero esta respuesta, por ser tan simple, solo recoge un elemento. En este caso, lo que el materialismo de Marx tiene en común con el precedente. Es cierto que en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica ale­mana, Engels define a los materialistas como aquellos que «aceptaban la naturaleza como lo primario». Pero en unas páginas más ade­lante adopta otra definición, al ubicar al ma­terialismo como aquella posición que se decide a «concebir el mundo real —la natura­leza y la historia— tal como se presenta a cualquiera que lo mire sin quimeras Idealistas preconcebidas, decidiéndose a sacrificar im­placablemente todas las quimeras idealistas que no concordasen con los hechos, enfoca­dos en su propia concatenación y no en una concatenación imaginaria». Y recalca: «Y esto, y solo esto, es lo que se llama materialismo». Ahora pasa a primer plano la compren­sión del materialismo como método, como forma de concebir y entender la realidad. A esta misma interpretación apunta Marx en El capital, al definir el método materialista (que partiría de la historia de la tecnología como historia de la formación de la sociedad) como el único método científico.

Por demás, resulta cierta la afirmación de muchos autores que han destacado el poco uso por parte de Marx de la expresión «mate­rialismo». Una tercera acepción del término es visible. En las Tesis sobre Feuerbach, la contra­posición entre materialismo e idealismo se establece no en torno a la relación ser-pen­sar, sino con relación a la vinculación sujeto-objeto. Para Marx, el nuevo materialismo debe superar tanto la limitación fundamental del «viejo» (su contemplatividad), como el de­fecto fundamental del idealismo, que Marx fija no en la solución idealista de la relación ser-pensar, sino en haber analizado en forma abstracta el «lado activo». En la etapa de for­mación de su pensamiento, el materialismo siempre es analizado por Marx en relación con la cuestión de la relación sujeto-objeto. En La ideología alemana caracterizará su materialismo como «materialismo práctico», precisamente por partir no de abstracciones, sino de «los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida», un materia­lismo en el cual se trata de «revolucionar el mundo existente, de atacar prácticamente y de hacer cambiar las cosas con que nos en­contramos». Léanse con detenimiento aque­llos trabajos clásicos de Engels en los cuales se analiza el materialismo que él y Marx profe­san, y se verá que «materialismo» y «concep­ción materialista de la historia» aparecen siempre indisolublemente vinculados, y en muchas ocasiones como sinónimos. En el pasaje final del capítulo III de la ya referida obra Ludwig Feuerbach… se nos dice que la supe­ración del viejo materialismo solo resulta posi­ble si «se trocaba este… por la ciencia del hombre real y de su desenvolvimiento históri­co». El materialismo es, ante todo, con­cepción materialista de la historia, teoría materialista de la actividad del sujeto.

Tenemos así, pues, tres momentos en la interpretación del materialismo, que, lejos de excluirse entre sí, se complementan, confor­mando en su vinculación lo específico del «nuevo materialismo». Para Marx y Engels, ma­terialismo es, en primer lugar, la aceptación del carácter primario de lo material, pero también, y junto con ello, una forma de enfo­car la relación sujeto-objeto tanto como método de investigación, como en tanto mé­todo de la transformación del mundo del hombre. De aquí que para los fundadores de nuestra filosofía, su materialismo era un mate­rialismo de la subjetividad, una forma de en­tender la asunción teórica de los objetos por el sujeto, y las posibilidades, para éste, de transformar y recrear a aquellos.

Por tanto, para Marx y Engels, su teoría constituía la unión de método y sistema, sin que ninguno de ambos momentos prevale­ciera sobre el otro De aquí la validez de la fórmula «materialismo dialéctico», tan critica­da por algunos, que han querido contrapo­nerle la de «concepción materialista de la historia». Ambas denominaciones son total­mente conciliables, pues se trata de un mate­rialismo que centra su foco en la acción cognoscitiva (método) y la acción transfor­madora (praxis) del hombre.

Es evidente que esta interpretación del materialismo no ha existido tradicionalmente en aquella lectura del marxismo hasta ahora «tradicional», que se plasma en los manuales al uso. El debate en torno a la interpretación del materialismo ha caracterizado la historia del marxismo. Pero este debate no ha sido nunca una cuestión meramente académica, probatoria de la afición de algunos profeso­res por las discusiones pedantes, sino que ha tenido siempre una significación más trascen­dente De la interpretación que tengamos de qué significa la caracterización de la filosofía marxista como una filosofía materialista, de­pende en buena medida la interpretación que tengamos del marxismo en general. El materialismo dialéctico, la concepción mate­rialista de la historia, surgió de la superación del determinismo mecanicista, de corte fata­lista, y la adopción de un determinismo de nuevo tipo, dialéctico, que no excluye la acti­vidad del hombre y sus posibilidades de influir sobre la marcha de los acontecimientos, sino que encuentra un espacio para ésta. La con­traposición entre el materialismo «objetivista», repetición del fatalismo anterior, y el materia­lismo «práctico», o materialismo de la subjetivi­dad, ha signado la historia del marxismo hasta nuestros días. Como señala el filósofo marxista de la REA Hans Jorg Sandkühler, la historia del materialismo, desde el último ter­cio del siglo XIX, es ante todo una historia no solo de lucha ideológica entre clases contra­puestas (burguesía y proletariado), sino tam­bién de las contradicciones dentro del propio movimiento socialista. El debate en torno al materialismo dentro del marxismo ha desem­peñado con frecuencia funciones político-so­ciales.

No es casual que los cultores del materia­lismo objetivista sean quienes han convertido la dialéctica marxista en una caricatura de ella misma. No entender en qué reside la es­pecificidad cualitativa del «nuevo materialis­mo», imposibilita entender la especificidad cualitativa de la nueva filosofía. Los concep­tos del marxismo no son conceptos cerrados, sino abiertos. Bartell Ollman destaca que «para Marx la unidad básica de la realidad no es la cosa sino la relación». El objeto de estudio del marxismo no es simplemente la sociedad, sino la sociedad concebida en tér­minos de relaciones. Marx no veía cosas úni­cas, en sí mismas y por sí mismas, separadas de su entorno: veía un mundo sumamente complicado en movimiento continuo. En el mundo, tal como lo entendía, no existían los claros límites clasificatorios que caracterizan a la noción del «sentido común». En vez de buscar un nexo causal estricto entre un fenó­meno y otro (u otros), Marx procura captar la compleja interacción existente en la realidad. Lo que caracteriza al marxismo es una con­cepción relacional de la realidad. Marx con­cibe los objetos como relaciones. La suya es, por ende, una filosofía de las relaciones. Este modelo relacional de la realidad excluye la interpretación de las categorías marxistas como conceptos cerrados, y del marxismo mismo como un simple determinismo economicista o tecnológico, al estilo del materialis­mo mecanicista dieciochesco. La dialéctica materialista deja de ser el simple juego de instrumentos que ora «actúan» aquí o allá, ora entran en relación de contraposición lineal para «demostrar» el rumbo inexorable del de­sarrollo social (como en el caso de la utiliza­ción de la ley de la negación de la negación, travestida por muchos en una tríada «a lo Hegel», pese a las advertencias de Engels), y vuelve a ser lo que fue en manos de Marx, Engels, Lenin. Che Guevara, Fidel Castro, por solo citar algunos nombres: el álgebra de la Revolución.

La pérdida de la perspectiva de la real significación del componente materialista en la filosofía de Marx, condujo a la tergiversa­ción de la dialéctica materialista. Lo que mu­chos seguidores del marxismo-leninismo no han entendido, por tanto, es la esencia cuali­tativamente diferente de ella respecto a otras teorías cosmovisivas. No entender el materia­lismo marxista como un materialismo de la subjetividad, cuya esencia se expresa en la concepción materialista de la historia, conlle­vó a la ilusión surgida ya a fines del siglo pa­sado, y que se repite machacadamente hasta nuestros días, de la existencia de una filosofía marxista que se encerraría en el con­texto de un «materialismo dialéctico» que ten­dría como objetivo explicarnos el mundo, rebajando el «materialismo histórico» a aplica­ción mera de las leyes más generales de aquel al ámbito, más particular, de la socie­dad. La filosofía marxista estudiaría «el mun­do»; el materialismo histórico, «tan solo la sociedad». La sociedad y el hombre dejaban así de ser objetos del conocimiento filosófico como tal, y pasaban a ser reflexionados en un híbrido intermedio de sociología y filosofía, que no era ni la una ni la otra. Semejante dis­parate no solo trajo como consecuencia las bizantinas discusiones en que se enzarzaron durante decenios algunos autores, sobre si el materialismo histórico es filosofía o sociología, sino algo mucho más dramático: la filosofía marxista dejó de ocuparse del hombre, per­dió su perspectiva humanista. Muchos filóso­fos marxistas concibieron (o se vieron forzados a ello) su trabajo como la dedicación a te­mas, como la «actuación» de la ley de unidad y lucha de contrarios en la mecánica cuánti­ca o en la naturaleza inorgánica, o a la lucu­bración de metodologías universales, válidas para captar la esencia tanto de un microbio, como de una teoría social. El humanismo fue abandonado, cayendo en manos de los ideólogos de la burguesía, quienes durante decenios monopolizaron prácticamente el tratamiento de estos temas. Como con­secuencia de todo ello, podemos llenar mu­chos estantes con todos los títulos dedicados a los problemas filosóficos de la investigación científica del electrón, pero padecemos de una alarmante ausencia de investigaciones válida acerca de los problemas filosóficos del proceso de construcción del socialismo. Una muestra fehaciente del proceso de empobre­cimiento y parcelación interna a que se ha sometido el marxismo por muchos de sus cul­tores es el problema de la relación entre sus partes integrantes: filosofía, economía política y comunismo científico. Para muchos, a este último le compete, en exclusiva, el estudio del proceso de construcción de la nueva socie­dad. A la filosofía se le relega al estudio de fenómenos que, de tan «generales» como se les concibe, se convierten en abstracciones vacías. Como resultado, no solo carecemos de una teoría suficientemente desarrollada de la permanencia de la enajenación en el socialismo y de las vías para su total elimina­ción, sino que todavía discutimos entre noso­tros si la enajenación existe o no en nuestras sociedades, mientras que las pruebas de su existencia real llenan los titulares de los perió­dicos.

La delicada y compleja relación entre sistema y método se rompió a favor del pri­mero. Se transfiguró el marxismo en un sistema cerrado, en una colección de fórmulas. La dialéctica, como método, se redujo a simple procedimiento para la fácil predicción de todo lo por venir, gracias a la magia de un puñado de leyes y categorías, congeladas para siempre en sus contenidos. A esta dia­léctica, así concebida, se le pueden aplicar las palabras de Engels, formuladas en 1859.

De la concepción original de la dialéctica, contenida en la obra de Marx, se había aprendido tan solo «la manipulación de los artificios más sencillos, que aplicaban a dies­tra y a siniestra (…) toda la herencia (…) se reducía a un simple patrón por el cual podían cortarse y construirse todos los temas posibles, y a un índice de palabras y giros que ya no tenían más misión que colocarse en el mo­mento oportuno, para encubrir con ellos la ausencia de ideas y conocimientos positivos». Ya Engels nos había alertado que no debe­mos esperar encontrarnos en el marxismo, con «definiciones fijas, hechas a medida y aplicables en forma definitiva en las obras de Marx. Es evidente por sí mismo que si los obje­tos y sus interrelaciones se conciben en esta­do de cambio y no como si fueran fijos, sus imágenes mentales, las ideas, están análoga­mente sujetas al cambio y la transformación y no están encerradas en definiciones rígidas, sino que se desarrollan en su proceso histórico o lógico de formulación».

La pérdida de la perspectiva humanista condujo a otra carencia temática, no menos importante que las anteriormente citadas: la de la problemática de la relación filosofía-po­lítica. Si el campo de la actividad del sujeto, sobre todo de su actividad política, se le qui­ta a la filosofía para entregárselo a otras disci­plinas, y si los filósofos solo se dedican a las «leyes más generales», es lícito que ocurra que «los no iniciados» (todos los que no se ganan su sustento con la filosofía) se pregunten: ¿para qué sirve la filosofía? y ¿qué función social cumplen quienes a ella se dedican? Una filosofía separada de lo concreto (en la acepción que dio Marx del concepto) no en­contrará respuesta a esta interrogante, y en­contrará serias dificultades para justificar su existencia. No es un mero accidente que el análisis de la cuestión de la rela­ción filosofía-política se encuen­tre en figuras como A. Gramsci, o que encontremos en el lega­do teórico del Che Guevara o en los discursos de Fidel Castro la conceptualización del socia­lismo como fenómeno cultural (en el más amplio significado del término), y la reflexión centrada en la im­portancia, posibilidades y limitaciones del factor subjetivo. Allí, el marxismo no se ha concebido como determinismo objetivista, teleológico, sino como teoría sobre la subver­sión, por parte del sujeto, de lo objetivamente dado, que encontramos los desarrollos teóri­cos más prometedores y significativos, y ha­cia los cuales volvemos nuestros ojos en estos momentos históricos.

Es la caricatura objetivista del marxismo la que ha entrado en crisis, la que ha demostra­do en los momentos actuales, su incapa­cidad teórica. La actual generación de marxistas tiene que realizar la misma tarea que Lenin emprendiera a fines del siglo XIX, que Gramsci, Lukács y otros retomaron en la década del 20 de esta centuria: volver a des­cubrir los verdaderos fundamentos del marxis­mo. La ironía de la historia ha querido, y ya más de una vez, que si la consigna de «atrás, hacia Kant» significó para la ideología bur­guesa el símbolo de su regresión, la consigna «atrás, hacia Marx» signifique para la ideolo­gía de la clase obrera la expresión concen­trada de la tarea a realizar para continuar su avance. Pero el retorno a Marx no significa la exigencia de repetir simplemente sus fórmu­las, sino de encontrar, en sus textos y en los de Engels, y también en los de Lenin, el método filosófico (cognoscitivo y transformador) que necesitamos. Debemos establecer la unidad entre sistema y método, que se halla en la base misma de nuestra filosofía. Entenderla como una teoría que expre­sa su objeto de estudio en términos de relaciones. Sus significados se desarrollan junto con los objetos a los que éstos significan, pues de lo contrario no pueden adecuarse a ellos. Son conceptos abiertos.

Tareas del marxismo cubano: enajenación e identidad cultural

El viejo aserto leniniano de que sin teoría revo­lucionaria no puede haber praxis revolucio­naria, deviene exigencia imperiosa, ahora que las nuevas condiciones de nuestra exis­tencia imponen desafíos a la inteligencia co­lectiva de nuestro pueblo, que el empirismo chato y la improvisación ante la coyuntura no alcanzarían a remontar. Lo importante, pues, no es continuar la discusión en torno a una palabra, sino reflexionar acerca de lo que ha de hacerse para superar este retraso de nues­tra teoría. Es éste el reto extraordinario al que se enfrenta el marxismo en Cuba, y los marxis­tas cubanos. Y esta última precisión no es superflua. Vivimos los albores de una nueva época histórica. Nueva en un doble sentido. Por un lado, el derrumbe del «socialismo real» demostró la insostenibilidad de una forma de entender y practicar el socialismo, que no puede seguir siendo tomada como modelo. Con ello se disiparon las ilusiones de encon­trar en los textos venidos de allende el mar, las respuestas a nuestros problemas y las solu­ciones a aplicar. Por otro, la monopolización de la revolución científico-técnica por el im­perialismo, implica el papel hegemónico de éste (y de las leyes del mercado, que aquel encarna) no solo en lo económico y lo militar, sino en todas las esferas de la vida social, con las consecuencias que esto trae consigo. Ello coloca bajo una nueva luz el análisis de las perspectivas de los países pobres en su lucha por la liberación nacional.

Cuba encara un gran desafío histórico: continuar nuestro proyecto de independen­cia nacional y justicia social, enfrentando al imperialismo, en lo esencial, solo con nuestras propias fuerzas y ajustándonos a las nuevas circunstancias. La rectificación es precisa­mente el rechazo a la aplicación mecánica de soluciones importadas, la convocatoria a un desarrollo creador de nuestra teoría revo­lucionaria, que ha de ser una teoría marxista.

Y desarrollo creador del marxismo signifi­ca hoy en Cuba el cumplimiento de dos tareas orgánicamente entrelazadas: la supe­ración (en el sentido hegeliano-marxista del término) de la forma predominante en que se ejerció en Cuba en los últimos 20 años la re­cepción del marxismo —recepción signada por el mecanicismo y el calco— y la creación de una teoría de la transición revolucionaria en Cuba y su constante corrección, perfec­cionamiento y ajuste, en consonancia con las transformaciones que se operen en las cir­cunstancias nacionales e Internacionales. Son tareas orgánicamente entrelazadas, por cuanto la realización de cada una constituye la garantía de la realización de la otra.

Lo primero es la recuperación del verda­dero marxismo. Solo es posible desarrollar aquello de lo que nos hemos apropiado ade­cuadamente. El momento actual exige que conozcamos la historia de la recepción del marxismo en nuestro país. Podríamos así, sal­vando la montaña de textos tergiversadores y conociendo las causas que nos los impusie­ron, establecer una relación directa con el pensamiento vivo de los clásicos. Pero la asunción directa de este legado no ha de concebirse, en modo alguno, como mera re­cepción pasiva. Ella es, en primer lugar, una refundación del corpus teórico del marxismo-leninismo.

La propia admisión de lo nuevo del perío­do histórico que comenzamos a transitar lleva a que muchos, incluso entre los propios marxistas, se pregunten acerca del valor de esta herencia teórica que se asocia al nom­bre de Marx, y de la conveniencia o no de seguirla portando puede tener para el estu­dio de fenómenos muy nuevos, que el propio Marx no pudo ni siquiera soñar. Y así surgen distintas posiciones en torno a la herencia, incluida una extrema: la de quienes preten­den tratar a Marx como «perro muerto» y limi­tar su valor histórico al de una pieza museable. Solo señalo este extremo porque creo que el extremo opuesto —a saber, la asunción del legado marxista como esquema perfecto e inmejorable, como verdad absolu­tamente absoluta— es tan insostenible y se da tan de narices contra la letra misma y el deseo expreso de lo que su creador quiso, que nadie pueda sustentarlo seriamente.

La discusión acerca de la herencia está, pues, planteada, y los sucesos en la Europa de las «democracias populares» la ha agudi­zado. Pero por cierto no es ésta la primera vez que la reflexión crítica en torno a lo válido o no de la obra de Marx, surge en el seno del movimiento revolucionario mundial, y del no tan revolucionario también. Los apologistas del capitalismo han intentado enterrar a Marx más de una vez, exhibiendo una buena cuo­ta de empecinamiento en la incesante cele­bración de los funerales de un muerto que no se deja enterrar. Pero también los revolucio­narios han tenido que enfrentarse a la disyuntiva que implica la siempre mencionada (y no siempre bien resuelta) tarea de utilizar, en una realidad concreta, las ideas del maestro, con toda la carga de asimilación creadora, y por tanto crítica, de este legado, que esto Impli­ca. El debate sobre esta herencia, lo que sigue teniendo de valedero y lo que ha que­dado superado por la marcha de la historia, constituye una regularidad en la historia del marxismo, precisamente por ser ésta una doctrina social (y pudiéramos decir, la única doctrina social) que se entiende a sí misma no como »la verdad ahora revelada de una vez», sino como una teoría abierta y en de­sarrollo. No hay, pues, nada de inquietante en el planteamiento de esta discusión. Es ella misma un momento indispensable y necesa­rio en el «ponerse al día» del marxismo.

Si destacar el carácter de regularidad de esta discusión o debate en torno a la heren­cia primigenia del marxismo, a sus fuentes, es importante, no menos lo es señalar esta otra característica, repetida también a lo largo de los últimos 100 años de vida del marxismo: la discusión en torno al valor de la obra de Marx no ha tomado tan solo la forma de enfrenta­miento a los detractores de ésta, sino que también se ha manifestado en el seno de los marxistas, y como contraposición entre una imagen anquilosada y esclerotizada de Marx, presentada constantemente por una tradi­ción que, siempre muy sensible a la perenni­dad de un discurso institucionalizado, ha pretendido de manera permanente para sí el calificativo de oficial, y otro Marx, enarbola­do por aquellos que, buscando la clave para revolucionar la realidad, están dispuestos a entusiasmarse con las novedades que destru­yen las formulaciones establecidas. Frente al Marx mecanicista de Kautsky y comparsa de la II Internacional, Lenin buscó y encontró a su Marx, el de la revolución y las barricadas, el profeta de la transformación de lo imposible en posible. Aquel Marx fatalista, absolutizador de la base económica, dómine del quietismo y lo inexorable, ha sido revivido una y otra vez, y ha tenido que ser constantemente en­frentado por quienes buscaron, y buscan en el gran alemán, al genial descifrador de las posibilidades y limitaciones de la actividad creadora humana. Marx es el interlocutor per­manente de toda producción ideológica de nuestro tiempo, y lo ha sido no solo para aquellos que, desde otras posiciones de cla­se, han intentado teorizar sobre la sociedad, sino también para quienes han querido ayu­dar al proceso de liberación del hombre, obli­gados para ello a un diálogo constante con las ideas de aquel.

Wright Mills calificó al marxismo como «el drama intelectual y político más importante de nuestro tiempo». V la denominación de «drama» no me parece aventurada ni exage­rada. El Marx con el que se han relacionado los marxistas no ha sido el mismo para todos. El Marx de Kautsky no es el de Lenin. El Marx de la guerrilla latinoamericana no es el mismo que invocaron aquellos otros guerrilleros que evacuaron totalmente una ciudad como Pnom Pehn en una noche de pesadilla. Lo dramático apuntaría así al hecho real de la divergencia de lecturas y formas de llevar a la práctica que ha tenido su mensaje en los años posteriores a su muerte, a la falta de uni­formidad en la interpretación de un mensaje que, aparentemente, resulta simple y claro.

¿A qué se debe esta superposición de imágenes divergentes sobre un mismo mode­lo único? Por supuesto que el modelo teórico de referencia no es, en sí mismo, responsable de este pluralismo de posiciones. Afirmarlo sería negar la coherencia y sistematicidad de este modelo. Y si algo caracterizó el pensa­miento de Marx fue su coherencia y sistematicidad. ¿Cuál es entonces la causa? Independientemente de motivaciones políti­cas y ambiciones personales, la causa estaría en la propia complejidad de la obra y la enseñanza que Marx nos legara, y que no re­sulta tan simple como algunos manuales pre­tenden. Un conjunto de razones podemos mencionar de un primer envite: el carácter polémico de sus textos, escritos con referen­cia a las ideas de otros hombres, muchos de los cuales solo tienen hoy un reducido interés histórico. Algunos son muy nombrados, como Hegel, Feuerbach, Adam Smith. Otros han caído en el olvido, como Bruno Bauer, Max Stirner, el economista Storch, y otros. Pero to­dos ellos son desconocidos para la mayoría de nosotros, aunque constituyen importantes puntos referenciales de su pensamiento, sin los cuales una buena parte de la clave para desentrañar el sentido de su obra se nos pier­de. La constante presencia de la polémica nos lleva a constatar otra característica, que ubica la excepcionalidad de este pensador y explica en buena medida la causa de las di­vergencias posteriores: el conjunto de textos que conforman su legado no Incluye en parte alguna un resumen completo y sistemático de sus ideas. Marx jamás se tomó el trabajo de establecer, de manera explícita, el sistema que conforma el esqueleto sustentador de su teoría. Dejó este trabajo para sus seguidores. Y no por descuido, sino con todo propósito. Su sistema es un anti-sistema. Es cierto que hay organicidad en su pensamiento, y que resulta posible establecer un orden y una jerarquización en los instrumentos lógicos que utilizó y creó. Pero estos instrumentos lógicos y la relación que guardan entre ellos no sopor­tan la Imposición de un esquema fijo, ni permiten su interpretación como un «ábrete sésamo», como un cartabón que se impone a los hechos para hacerlos hablar. Constituyen más bien una orientación de carácter meto­dológico, una estela que marca un camino a seguir para penetrar en la esencia de la reali­dad. La relación del seguidor con la obra del iniciador no puede, por tanto, ser nunca en el marxismo (como sí lo ha sido con otros gran­des sistemas clásicos) una relación de pasivi­dad, de mera aceptación y memorización de un sistema acabado en su perfección, por­que tal esquema no existe. Es preciso asumir la herencia de Marx no como un comodín que invita a la pereza mental, sino como un estilo de pensar.

Cada generación de revolucionarios ha tenido que recuperar la verdadera esencia del pensamiento de Marx, tarea en la cual ha sido preciso poner a un lado todas las excre­cencias que sobre el original han incrustado muchos años de reformismo, dogmatismo y utopismo, y rescatar la verdadera esencia de ese pensamiento, volviéndolo a construir, re­tomando los aspectos que por torpeza o mala intención habrán sido olvidados, y des­cubriendo el hilo que los engarza. Esta labor de reconstrucción teórica, de redescubri­miento del verdadero Marx, ha constituido también una regularidad que los avatares muy complejos de la lucha ideológica han impuesto a la historia del marxismo. La apro­piación de éste implica, por tanto, la necesi­dad de saltar por sobre los distintos Carlos Marx que una u otra posición han querido entronizar en el ambiente cultural de una época o país para, sobre la base de los tex­tos originales, responder a la pregunta que permanentemente se ha alzado durante un siglo ante todo marxista honesto: ¿qué dijo en realidad Marx? Las posibilidades de realización exitosa de este rescate-reconstrucción no solo han estado condicionadas por las circunstancias antes mencionadas, sino tam­bién por otras: muchos textos de Marx no se publicaron durante su vida, sino que han sali­do a la luz pública muchos años después de su muerte, y han tenido muy disímiles destinos en el proceso de su difusión. Basta mencionar que en Cuba no contamos con una edición confiable de los Fundamentos a la crítica de la economía política, y que muchos de los manuscritos salidos de la pluma de Marx en la etapa que antecede a la publicación del primer tomo de El capital no se han publica­do en nuestro país. Por cierto, esta tarea per­manente de rescate-reconstrucción que señalo aquí como otra regularidad en la his­toria del marxismo, es imprescindible, y la úni­ca que garantiza la aplicación creadora y el desarrollo de esta teoría. Y conste que cuan­do enuncio el carácter regular y necesario de este rescate-reconstrucción, lo concibo como primer paso de una asimilación de la letra y el espíritu de una obra que siempre exige aprehenderse en forma crítica y creadora y no escolástica y repetitiva, pues solo así pue­de cumplimentar su función de «álgebra de la revolución», de «guía para la acción».

Todos los elementos ya señalados (ca­rácter polémico de los textos, escritos con referencia a las ideas de otros hombres; dis­persión de su obra; ausencia de un resumen compendiador; superposición a la imagen original de otras esencialmente tergiversado- ras) explican, en buena medida, las dificulta­des y divergencias que se han presentado en la interpretación del pensamiento de Marx. Pero estos elementos apuntan a factores ex­ternos a este pensamiento mismo, fáciles de entender por cualquiera una vez explicados. Su conocimiento y aceptación no excluyen (de hecho no han excluido) que estas diver­gencias se hayan seguido presentando. La causa de carácter fundamental es intrínseca a la obra de Marx, y no depende de los avatares de su difusión. Ella radica en la propia complejidad interna de este pensamiento. En el marxismo está presente la tensión entre li­bertad humana y necesidad histórica, tensión real y viviente que existe en la historia, en la propia actividad humana, de la cual el marxismo es reflexión abarcadora y que in­corpora a su seno en forma de tensión entre humanismo y determinismo, entre ideología y ciencia. Esta relación entre elementos dialéc­ticamente contradictorios —que en el marxis­mo encuentran una forma de engarce muy compleja, que los establece en relación de unión a la vez que de lucha— permitió a Marx romper con el círculo vicioso de la especula­ción y de la utopía, y elevar la teoría de la sociedad por vez primera al rango de conoci­miento racional, pero también ha deter­minado que muchos de sus discípulos, presionados por una muy antimarxista necesi­dad de certidumbre a través de la férrea or­todoxia, o por la necesidad de enderezar, empujando a la izquierda, una vara de medir que otros habían torcido a la derecha, hayan desplazado el legado recibido, reteniendo solo uno de los términos que Marx conjugaba, exacerbando unilateralidades que castraban el verdadero designio de su obra. Para unos, asidos a la idea casi religiosa del carácter fatal e inexorable del triunfo del comunismo. Marx deviene tan solo el descubridor de las leyes que rigen el tránsito inevitable de una formación económico-social a otra, y regulan de manera provisional la acción de los indivi­duos; el filósofo que alumbró con la fría luz del racionalismo el proceso evolutivo y ascen­dente de la historia, que fundó una ciencia que permite a los hombres medir el nivel de enconamiento de las contradicciones socia­les y subordinar su praxis, sus ilusiones y espe­ranzas, al nivel objetivamente existente de este enconamiento. El científico que vio en el desarrollo y movimiento de estructuras socia­les el secreto de la historia. Por este camino se llegaría al absurdo de esculpir la imagen de un Carlos Marx creador de una historia sin su­jeto, de un anti-humanismo teórico. Otros, angustiados por los estertores de una humani­dad sufriente y espoleados por la sensación urgente de un tiempo que se termina, y cuya cuenta regresiva podría llevarnos a un holo­causto, si no nuclear sí ecológico, del cual nada ni nadie se salvaría, invocan un Marx que estableció el carácter creador del hom­bre, que reveló sus inmensas potencialidades creadoras, que bautizó a las revoluciones como las grandes locomotoras de la historia, que situó la praxis material transformadora humana en el centro de su reflexión. En suma, el Marx que acicateó al proletariado a la ta­rea inmensa, pero posible, de «tomar el cielo por asalto». Ciencia fría y análisis objetivista, o ideología que dé una visión del mundo a par­tir de los intereses de quienes nada tienen que perder salvo sus cadenas. Solo algunos continuadores de Marx han logrado estable­cer en su justo sentido el difícil equilibrio entre estos elementos, comprender esta tensión inmanente a la teoría de la revolución comunis­ta a la que he hecho mención, tensión que es ella misma cambiante e inestable, en la me­dida en que las circunstancias y la correla­ción de fuerzas cambian, y que obliga a una constante labor de análisis teórico, de sopesamiento de alternativas, que determinarán en qué momento el acento ha de recaer en uno u otro término de la ecuación, sin olvidar nunca que se trata, precisamente, de una ecuación con más de un término, y que la propia vida, y no nuestros deseos o temores, condicionará el desplazamiento de la acen­tuación.

Pierre Jallé dijo en una ocasión que la me­jor forma de traicionar a Lenin es repetirlo al pie de la letra. Esta verdad es aplicable a Marx y a Engels, y a cualquier figura que haya mantenido una relación activa con la reali­dad social, intentando captarla en su cambio y transformación, y no congelarla artificialmente, imponiéndole esquemas. Se trata, por tanto, de la difícil tarea de lograr la más escrupulosa reproducción del discurso, de los iniciadores, de captar la lógica de este discurso evitando a la vez toda relación reli­giosa con él que lleve a la sacralización de los textos. En suma, romper con el mito de la ortodoxia, totalmente incongruente con la lógica a la que nos referimos.

Perry Anderson ha destacado la siguiente tesis: el marxismo se desarrolla solo allí donde abandona la reflexión sobre cuestiones mera­mente teóricas y metodológicas, y se ocupa de la modelación concreta de una realidad dada. En buen romance, esto significa, para nosotros, elaborar una teoría de la transición en Cuba. Pero para esto es un prerrequisito —como ya apuntamos— conocer lo que en­tendieron Marx y Lenin por «transición», para poder disipar muchos malentendidos que han enturbiado la reflexión sobre el tema. Ante todo, para comprender que ellos siem­pre usaron esta expresión en el sentido de tránsito hacia el comunismo. Discutir acerca de la transición en un país cualquiera, si se quiere hacerlo desde una perspectiva verda­deramente marxista, es discutir sobre la transi­ción al comunismo. Esto no es una mera disquisición filosófica, sino una puntualización teórica de primer orden. La teoría del socialismo no puede ser pensada ade­cuadamente más que desde el punto de vista del comunismo. Reconstruir el pensamiento de Marx y Lenin nos permitirá definir al socialismo como el período histórico de transición —y, por ende, de revolución ininterrum­pida y de profundización de la lucha de clases— hacia el co­munismo. La transición, por tan­to, no puede aprehenderse teóricamente si no nos colocamos, de entrada, en el punto de vista teórico y práctico del comunismo, y no en el de un socialismo considerado como un objetivo autónomo.1

Abandonaríamos entonces la concep­ción que reduce la transición a un período más bien breve de realización de algunas po­cas tareas —¡por lo demás cuantitativamente medibles!—, concepción inventada, para re­gocijo de manuales y conciencias culpables, por burocracias ansiosas de un forzoso «repo­so del guerrero» propicio a su medrar, y la ubi­caríamos en su real dimensión. Bastaría con leer aquel capítulo de la Contribución a la crítica de la economía política, en el cual Marx analiza la relación orgánica entre pro­ducción, distribución, intercambio y consumo, o las ideas expresadas por Engels en el Anti-Dühring sobre las diferencias entre estatalización y sociali­zación de los medios de producción —por solo citar dos ejemplos entre mu­chos—, para refutar la cre­encia, no por extendida menos falsa, acerca de la inexistencia de una teoría general sobre la transición en esta herencia.2

El desarrollo de una teoría de la transición en Cuba no puede limitarse a una reflexión sobre la cuestión (importantísima, por otra parte) económica. Marx entendía el tránsito al comunismo como transformación radical del modo de producción. Y, consustancial con ello, del modo de apropiación de la rea­lidad por el hombre.3 Esta idea, que animó la interpretación gramsciana de la revolución comunista como «hecho filosófico», está pre­sente en la concepción del Che sobre la for­mación del «hombre nuevo» como contenido esencial de nuestra revolución. La «larga mar­cha» hacia el comunismo no constituye un proceso que se agota exclusivamente en lo económico (transformación de las relaciones de propiedad) o en la esfera del Estado (im­plantación de la dictadura del proletariado). El proyecto revolucionario marxista es, ante todo, un proyecto cultural en el más amplio sentido del término. Implica, sobre la base de los procesos antes mencionados, la transfor­mación total del hombre, de su conciencia cotidiana, de sus valores y principios, de su mundo espiritual, de su conciencia. Un hom­bre nuevo signado por su capacidad de en­trega y sacrificio. Pero la conciencia no es solo eso. Es también «apropiación». Por tanto, la capacidad del individuo de apropiarse en forma racional, coherente, crítica y teórica, la realidad social, que ahora es «su» realidad, y en la que tiene que insertarse como agente creador.4

El rescate de esta tesis seminal que conci­be lo construcción del comunismo como realización de un proyecto sociocultural es­pecífico, nos obliga a colocar en un primer plano la cuestión de la relación entre marxis­mo y cultura (y repetimos: cultura en el más amplio sentido del término) a la hora de con­formar la teoría de la transición en Cuba.

La recepción del marxismo deviene, en sí misma, un hecho cultural. La cultura, el medio cultural en el cual se ha desenvuelto el hom­bre, y que conforma el sistema de sus valores, potencialidades, aspiraciones, capacidades, etc., funciona como el más importante ele­mento mediador que modula su recepción de los fenómenos circundantes, su forma de interiorización del mundo material y espiritual. El entorno cultural ejerce una influencia nada desdeñable en el modo en que un sujeto social (individuo, clase, partido, masas) recepciona la doctrina marxista. Todo hombre descifra el mensaje contenido en el marxismo a partir de una cierta clave que le brinda un modelo cultural. En la historia de la difusión del marxismo podemos descubrir otra regula­ridad, a añadir a las ya señaladas antes: aquellas figuras que han desarrollado el marxismo, lo han hecho después de haber logrado su identificación con lo mejor de su tradición cultural nacional. El marxismo ha logrado afianzarse y desenvolverse en forma creadora solo allí donde se ha refractado a través del prisma de los elementos más pro­gresistas y autóctonos de la identidad cultural nacional, donde se ha Incorporado y utiliza­do por aquellos que, antes de «descubrir» esta teoría, han logrado una estrecha comunión con lo más avanzado y significativo del pen­samiento social de su país. Gramsci refractó el marxismo-leninismo a través de las ideas de Maquiavelo y B. Croce. Martí dio la clave a los revolucionarlos cubanos para acceder a un marxismo liberador. Mariátegui exhibe un marxismo impuro, imperfecto, pero genial en su teñidura con los colores de su Perú campe­sino e indígena. Existe, por tanto, un nexo im­portantísimo entre la cuestión de la identidad cultural y el marxismo. La crisis de la identidad cultural se corresponde con la crisis de identi­dad del marxismo. Lucien Séve señaló que la pregunta «¿qué es el marxismo?» se ha con­vertido, para muchos, en el principal proble­ma que tienen que dilucidar los marxistas.5

Esta crisis de identidad es vivida también por cada nación en el plano cultural, ante la invasión permanente y la penetración de modelos culturales foráneos. La crisis de la identidad cultural nacional es el resultado ne­cesario del alto grado de universalización de la cultura, de las posibilidades que brinda el desarrollo de las técnicas comunicativas para la exportación y difusión de modas, gustos, hábitos, espectáculos, etc., y de la utilización por el imperialismo de estas técnicas para lograr sus objetivos. Lo cualitativamente nue­vo de la época actual deja aquí también su impronta. La penetración imperialista dejó de ser tan solo económica o política, para ser también cultural. Borrar nuestra idiosincrasia, convertirnos en consumidores pasivos de pa­trones culturales ajustados a las necesidades de un capitalismo desbocado, ha devenido la prioridad número uno de un imperio que asienta su grandeza más allá de su poderío militar y de la fuerza de su moneda, en lo que se ha definido, con razón, como «su capaci­dad para exportar necesidades».6

Salvar la identidad cultural, rescatarla del fárrago distorsionador que la inunda, se ha convertido en preocupación fundamental. Pero hoy, y precisamente por las propias ca­racterísticas del momento que vivimos, salvar la identidad cultural es, a la vez, la tarea de desarrollar la cultura nacional. Para nadie resulta ya posible defender su cultura propia, su idiosincrasia, encerrándola en una urna de cristal, aislándola de todo contacto con el mundo exterior, por más que este mundo ex­terior sea cada vez más hostil. Ya no hay fron­teras a las ideas. El desarrollo tecnológico actual nos ha permitido comprender en todo su dramático alcance el análisis hecho por Marx en sus obras económicas de madurez acerca del mercado mundial no como un concepto exclusivamente económico, en tanto mercado en el cual se compra y se vende azúcar, acero, combustible, etc., sino como categoría filosófica; pues la universali­zación de las relaciones de mercado y de la ley de la plusvalía, inherentes al capitalismo, provocan la existencia de un mercado mun­dial de ideas, de productos culturales, merca­do que nos golpea con la misma fuerza con que nos puede golpear la baja o el alza en los precios de una mercancía. La única posi­bilidad real de defender la cultura nacional, la identidad cultural, es la de elaborar una estrategia para su desarrollo, en el entendido de que desarrollo no puede significar otra cosa que la metabolización constante de elementos provenientes del mercado cultural mundial. La utilización del término «metabolización» aquí no es caprichosa, sino que refle­ja la «adecuación a un fin determinado» que ha de regir en la asimilación (y en la desasimi­lación) de este material. Martí estableció este programa al predicar la necesidad de que, preservando el árbol de nuestra nacionali­dad, se injertara en él el mundo. El tono impe­rativo de la primera frase («injértese el mundo…») no da lugar a dudas.

Llegados a este punto, dos ideas se abren paso confluyendo claramente. Liberación nacional y revolución hacia el comunismo son una y la misma tarea para los países del tercer mundo. Revolución hacia el comunis­mo y rescate-desarrollo de la identidad cultu­ral resultan empresas consustanciales. En Cuba, construcción del comunismo es de­sarrollo cultural. Esto implica la formulación, y fundamentación, de juicios de valor acerca de los elementos componentes de nuestra cultura. No es solo constatar su existencia, describirlos y develar las causas que los origi­naron y condicionaron. Es también evaluar su pertinencia y no pertinencia respecto al mo­delo sociocultural que tenemos como pers­pectiva, elaborar la estrategia y la táctica de qué debemos reforzar y qué reprimir en ella, qué insertar y qué rechazar con fuerza, y cómo hacer todo esto.

En la realización de esta tarea, el marxis­mo ha de desempeñar un papel fundamen­tal. Y esto es así por ser el marxismo, ante todo, una teoría sobre la cultura. Más exacta­mente, una teoría acerca de la construcción de una nueva y superior cultura.

Esta afirmación puede sorprender a mu­chos. La crisis de identidad del marxismo, la pérdida de su mensaje esencial en la con­fluencia de los esfuerzos hechos por los dog­máticos (servidores de la burocracia) y los revisionistas (servidores del imperialismo), nos obliga a resaltar esta idea.

En sus Manuscritos de 1844, Marx destacó que entendía el comunismo como «la supera­ción positiva de la propiedad privada como autoenajenación humana, y por consiguien­te, como auténtica apropiación de la esencia humana». Catorce años después, la permanencia de lo esencial de esta interpre­tación se aprecia en los Fundamentos a la crítica de la economía política, al definir la sociedad comunista como aquella signada por la «producción de la libre individualidad», que abriera paso a una «universalidad no enajenada de relaciones» de los hombres, momento superior de lo que él denotara como «apropiación de las condiciones objeti­vas de existencia y de la actividad reproduc­tiva y objetiva». La concepción materialista de la historia es una interpretación sobre el condicionamiento objetivo de la subjetividad humana. Una teoría acerca de contextos ob­jetivos que condicionan las posibilidades creadoras de la actividad del hombre, y que explica el porqué del carácter de hostilidad y extrañamiento de las relaciones que estable­ce el hombre con el mundo de objetos que él crea (en esencia, la esfera de lo cultural) y las consecuencias que esto implica para el de­sarrollo de su personalidad, de su apropia­ción subjetiva de ese mundo, y que busca encontrar las vías para la superación de ese extrañamiento, para alcanzar un modo de apropiación de la realidad superior, plena­mente humano, que se base en el despliegue total y armonioso de las potencialidades hu­manas. En suma, y bien mirado, el marxismo constituye una teoría general sobre las supe­restructuras, o para decirlo de un modo más directo, una teoría sobre la enajenación del hombre en la sociedad capitalista y una teo­ría para su desenajenación progresiva y as­cendente.

Desarrollar una teoría de la transición en Cuba es desarrollar una teoría para la dese­najenación del hombre en Cuba. Solo es posible acceder a una comprensión de la transición al comunismo que evada los enfo­ques parcializadores que tanto daño han hecho, si lo enfocamos desde la perspectiva teórica que los conceptos de enajenación y desenajenación nos proporcionan. Para Marx, la definición de la sociedad comunista era mucho más que la simple expresión del acceso ilimitado a los medios de consumo, o la eliminación del Estado. Entendía el comu­nismo, esencialmente, como el acceso a un modo de apropiación superior de la realidad, como creación de una cultura superior. Modo de apropiación desenajenado y dese­najenante. Entender el socialismo como tran­sición al comunismo es entenderlo, por ende, como el período histórico de enfrentamiento, atenuación y sucesiva desaparición de todos los elementos que enajenan al hombre. Se­tenta años de muy diversas experiencias en el socialismo han destruido, junto con otros mu­chos, el anti-marxista dogma de la automáti­ca desaparición de la enajenación tras la expropiación de los medios de producción y la instauración de un nuevo aparato estatal. Cuando definía la concepción materialista de la historia como «teoría sobre las superes­tructuras» me refería a esto. Es preciso un aná­lisis detallado de la base económica existente y de la compleja red de relaciones entre ésta y los fenómenos superestructurales. Pero, so­bre todo, de la correspondencia entre una y otra. El predominio de la ley del valor y de la obtención del plusvalor en la economía mun­dial, deja sentir su efecto también sobre nues­tra economía, condicionando la existencia de factores objetivamente enajenantes en nuestra base económica. Tomando como base el análisis hecho por Marx sobre la ena­jenación en el capitalismo, es preciso estudiar la esencia y formas de manifestación de la enajenación en las sociedades que han co­menzado el tránsito al comunismo. Elaborar esta teoría acerca de la enajenación en el socialismo constituye la más importante tarea teórica que tiene ante sí el marxismo en la actualidad, y es la tarea esencial a la que tenemos que abocarnos en Cuba. El objetivo de dicho empeño es el de poder establecer las características que han de tener, en cada fase histórica del tránsito, las diferentes relaciones sociales que conforman la amplia esfera de lo superestructural, para poder con­trarrestar, en forma creciente y cada vez más efectiva, la acción enajenante que impone una objetividad económica que trasciende nuestra voluntad y aspiraciones. Y esto ha de constituir el centro de la teoría de la transición que nuestro desarrollo reclama. Solo así po­dremos tener una interpretación totalizadora de la transición, y entenderla como el proce­so de constante ajuste y transformación de las condiciones objetivas (base económica, estructuras políticas, sistema educacional, etc.) para lograr el surgimiento paulatino y sostenido de un nuevo tipo histórico de perso­nalidad, para provocar la aparición de una personalidad libre, multilateral, desenajena­da. La transición al comunismo entendida como transición hacia la desenajenación. He aquí donde está la garantía conceptual para, salvando los análisis estrechamente sectorialistas, entender la construcción comu­nista desde la única perspectiva realmente revolucionaria: la perspectiva humanista.

Notas

* El texto de este ensayo —corregido por su autor— ha sido tomado de la edición de la Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, en plaquette de 20 páginas.

1 Los antiguos partidos comunistas de la RDA y Checoslovaquia blasonaban de haber sido los primeros, en la década del 60, en considerar al socialismo como objetivo autónomo, y haberlo expuesto así en sus respectivos programas. Las consecuencias prácticas de aquel enfoque teórico son apreciables hoy. El actual frenesí de otros partidos por borrar toda referencia al co­munismo —incluso en sus nombres— es otra expresión de este mismo error.

2 Recordar que Armando Hart, en artículos sucesivos aparecidos en los números 43 y 44 de la revista Cuba Socialista no solo señalaba la necesidad de «volver a leer» a Lenin y Engels, sino que exigía un estudio que permitiera extraer las enseñanzas, válidas para nosotros, de las concepciones de Lenin sobre la NEP.

3 La categoría «modo de apropiación» fue preterida y olvidada por la tradición dogmática del marxismo. Ningún manual o diccionario de filosofía editado en los países socialistas la registra. Ella constituye un momento esencial del pensamiento de Marx, pero es totalmente incongruente con el modelo estrechamente economicista de construcción del socialismo que inten­tó imponerse. De ahí su «destierro» de la ortodoxia. Solo para un desconocedor de la historia del marxismo sería motivo de sor­presa que un teólogo como Enrique Dussel haya insistido, en su libro La producción teórica de Marx (Editorial Siglo XXI, 1985), en la importancia de esta categoría para entender correctamente a Marx. A él, y al filósofo norteamericano Bertell Ollman (Alienación, Buenos Aires, 1974), les soy deudor de esta idea.

4 Por cierto, Marx se refirió a esto en la tercera de sus famosas 11 tesis sobre Feuerbach, al asignar al materialismo metafísica anterior una concepción que divide a los hombres en dos grandes grupos: los educadores, verdaderos agentes de la revolu­ción, reales creadores de la historia, y los educados, simple comparsa, meros cazadores de las verdades que el otro grupo les proporciona. Al asignar a este tipo de materialismo una interpretación mecanicista y unilateral de la relación entre vanguar­dia y masa, el joven Marx de 1845 no solo demuestra la dramática vigencia que aún hoy tienen sus ideas, sino que coloca so­bre el tapete una cuestión vital a incluir y discutir en la tarea de recuperación del marxismo: el debate sobre el materialismo. Este debate también ha sido una constante, una regularidad, en la historia del marxismo. Éste es, indudablemente, materialis­mo. ¿Pero qué tipo de materialismo? ¿Qué implicaciones, en el campo de las concepciones políticas, tuvo el rechazo al ma­terialismo precedente y la fundación de uno que el mismo Marx definiera como «materialismo práctico o comunista»? No tengo espacio aquí para abundar en el tema.

5 Ver su artículo «Marxismo y libertad», en la revista mexicana Nueva Política, no. 8, julio de 1979. Allí afirmaba que la crisis de identidad del marxismo no es de ninguna manera, una crisis de vitalidad.

6 Citada en: Vance Packard: The hidden persuaders. Esta arista de la lucha cultural ha sido expresada con mucha claridad por Francis Fukuyama en su discutido artículo referido al fin de la historia.

Fuente: Jorge Luis Acanda. (1995). ¿Qué marxismo está en crisis? Debates americanos, 1, enero-junio, 62-79.