Marxismo y espacio de debate en la Revolución cubana

Aurelio Alonso Tejada

El reciente III Pleno del Comité Central del PCC argumentó sobre la necesidad de revitalizar «la enseñanza, conocimiento y divulgación de nuestra historia, así como del Marxismo-Leninismo», de cara a «los desafíos de la guerra cultural que se nos hace desde los centros de poder hegemónico del capitalismo transnacional».

El camino hacia la claridad y firmeza ideológica reclamadas por la dirigencia partidista pasa, sin embargo, por dirimir sobre un tema que ha conjugado diversos problemas. Problemas actuales, pero no novedosos, como no lo son las críticas al canon del «marxismo-leninismo» y a sus efectos políticos, económicos y culturales, a su papel como doctrina organizacional e ideología de Estado. Su análisis debe asumir la herencia peculiar del proceso revolucionario y socialista cubanos, así como la sacudida de los años noventa, cuando el descalabro del sistema soviético y la crisis aparejada asentaron nuevas condiciones en nuestro país.

Dirimir sobre la situación actual del marxismo en Cuba supone aproximarnos a nuestra historia reciente, a los intentos de reformular nuestro socialismo, a nuestras prácticas e instituciones, a los debates y valoraciones que han suscitado. Crear alternativas ajustadas a nuestro contexto implica superar viejos dogmas, no actualizarlos. El proyecto de emancipación social, de crítica cultural, que el marxismo revolucionario ha sostenido, no avala disociar las formas o medios, de los contenidos.

De ahí que decidamos abrir un nuevo espacio para divulgar textos de autores cubanos que han analizado varias dimensiones del tema.

Este artículo de Aurelio Alonso fue publicado en la revista Temas, no. 3, julio-septiembre, 1995, pp. 34-43. También fue incluido en El laberinto tras la caída del muro (pp. 216-237). Ruth Casa Editorial / Clacso, 2009. (Instituto de Filosofía)

El debate sobre el tema del marxismo en la Revolución cubana es mucho más complejo que lo que traslucen el discurso ideológico, el sistema de enseñanza y el movimiento editorial y publicitario. Sobre todo porque la reflexión crítica, que vuelve a abrirse paso en los últimos años, no cuenta aún con espacios ni con estímulos suficientes para calar con la hondura necesaria en el trayecto mismo de nuestra historia reciente, tan saturada de entrega y heroicidad que la apologética parecería a veces estar de más.

Pienso que cualquier estudioso que se respete, solo de verse escribiendo sobre el marxismo y la Revolución cubana, tendría que preocuparse ante lo poco que ha sido dicho en Cuba desde el rigor del análisis despojado de lastres y tensiones doctrinales, y de lo mucho que tenía que haber figurado ya en el debate. Un debate que ha estado ausente durante más de dos décadas.

Confieso que en las líneas que siguen voy a dejar muchas preguntas sin respuestas. Al menos muchas de las que se me han ocurrido como obligadas para discernir el lugar del marxismo en la Revolución cubana. Tan solo intentar hacerlo excedería los marcos que en tiempo y en páginas debo respetar. Y evito también un riesgo de superficialidad al resistir la tentación de detenerme en numerosos tópicos cruciales, sin que ello quiera decir que los subestime o incluso que los considere secundarios en relación con los que he seleccionado.

Para no dejar esta prevención en el plano abstracto, puedo afirmar, por ejemplo, que no es posible obviar que el ensayo de Blas Roca Los fundamentos del socialismo en Cuba,1  escrito a principios de los años cuarenta, se convirtió en los tempranos sesenta prácticamente en el libro de texto marxista por excelencia, y pasó después al silencio sin que mediaran nunca debates abiertos al respecto, los que hubieran contribuido a proporcionar una visión crítica de sus aportes y desaciertos, y también a una apropiación más nítida de su contribución. Reitero que tampoco es un punto en el que pueda detenerme, pero si queremos aproximarnos al conocimiento de la presencia del marxismo en el proceso de transformación revolucionaria iniciado en Cuba en 1959, no es posible pasar por alto que Los fundamentos del socialismo en Cuba fue el instrumento básico de iniciación marxista de cientos de miles (tal vez millones) de cubanos entre 1960 y 1966.

Tampoco he querido detenerme ahora en la cuestión de cómo y cuándo entra el marxismo en el pensamiento orgánico de los revolucionarios de la Generación del Centenario, más evidentemente martiana que marxista. No hay que confundirla con la incorporación del objetivo socialista al proyecto, proclamada en el contexto de Girón (y claramente perceptible después de las dos leyes de nacionalización de empresas de 1960, que cambiaron radicalmente la estructura económica del país). Se trata de dos cuestiones distintas, y que incluyen la necesidad de precisar la evolución del discurso del liderazgo revolucionario. Y no por mero interés biográfico acerca de este liderazgo, sino por lo que ello significa para desentrañar con acierto los hitos de nuestras realidades y las contradicciones del pensamiento revolucionario que las informa.

Confrontar de esta manera al lector con cuestiones que considero insoslayables para dilucidar el tema del marxismo en la Revolución cubana, y decir que no las intento tratar en las líneas que siguen, puede parecer contradictorio. Por eso quiero aclarar otra vez que ni resto importancia a estos temas ni a muchos otros, mal o nada discutidos. De hecho, si he comenzado por aludir a ellos ha sido precisamente para dejar constancia de que la magnitud de los tópicos a poner en el debate excede con mucho la iniciativa —no por ello menos encomiable— de haberle abierto el indispensable espacio inicial.

El marxismo nacido de una Revolución

Es bien conocido que, aunque existe una presencia marxista en la historia revolucionaria cubana de este siglo, el proceso que da lugar a la victoria de 1959 no se asentaba en un programa marxista, ni estaba conducido por un partido marxista, ni fue expresamente movido por ideas marxistas. La presencia hegemónica del marxismo se introduce, de manera progresiva aunque vertiginosa, en los cuatro primeros años que siguen a la victoria. La Revolución, en la experiencia cubana, no se diseña desde el marxismo ni es conducida por los socialistas organizados. Sino que es, en sentido inverso, la Revolución, victoriosa ya, la que asume las ideas del marxismo, al tiempo que cambia la estructura socioeconómica del país y adopta posteriormente normas institucionales del estilo de organización política predominante en los socialismos del Este. Lo cual debe llevarnos igualmente a meditar sobre el poder desencadenante de la victoria dentro del hecho revolucionario.

Este curso histórico, desde la victoria revolucionaria a la asunción del marxismo, caracterizado por una intensa radicalización política, económica y social (y en lo externo por la implantación de un verdadero estado de sitio desde los Estados Unidos), tiene lugar en el marco histórico de la crítica inconsecuente del estalinismo, es decir entre el XX  y el XXII Congreso del PCUS.2  Se hablaba entonces de «deshielo» en la Unión Soviética, pero se mantenía en pie toda la deformación institucional y doctrinal impuesta por el socialismo ruso. Lo criticado quedaba reducido al «culto a la personalidad» como si se tratara de un caso clínico y no de un costoso engendro político por el cual se haría pagar al marxismo y sobre todo al leninismo. Al mismo tiempo, y en franca confrontación con el «deshielo» soviético, China lanzaba, con «el gran salto hacia delante»,3 un intento de modelo socialista alternativo al preconizado por la Unión Soviética; se rebelaba contra la crítica del «culto a la personalidad» y vindicaba el legado de Stalin en su orientación doctrinal.

El proyecto socialista cubano nace por lo tanto en un contexto crítico del sistema socialista mundial, signado por la ruptura entre los dos grandes modelos revolucionarios de nuestro siglo inspirados en el marxismo, y a la vez por las primeras muestras de agotamiento de la institucionalidad política y el doctrinarismo implantados por el socialismo ruso. Merecería atención —si el espacio lo permitiera— la confrontación de la filosofía oficial con todo esfuerzo creador dentro del marxismo, desde Lukács y Gramsci;4 y, por supuesto, con todo el conocimiento contemporáneo fuera del marxismo mal llamado ortodoxo, identificado despectivamente con calificativos también equívocos como «occidental» y «burgués».

El efecto combinado de la secuencialidad que antepone la Revolución al marxismo, por una parte, la complejidad política e ideológica del contexto socialista, por otra, y la necesidad de subsistir en permanente estado de sitio, en tercer lugar, conforman el marco del socialismo cubano y, en consecuencia, de la incorporación del pensamiento marxista al ideario revolucionario y del trayecto recorrido en estas tres décadas y media.

Fue evidentemente la versión del marxismo elaborada y difundida desde el socialismo ruso la que se extendió en Cuba con apoyo más sostenido, en tanto era la que contaba, por supuesto, con una presencia más significativa en el movimiento revolucionario, y dado que la asociación económica y militar y la afinidad política con la Unión Soviética cobró forma con rapidez.

Desde 1960 se creó el sistema de Escuelas de Instrucción Revolucionaria (EIR), llamado desde entonces «escuelas del Partido», aunque este aún se denominaba Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI). Estructurado en tres niveles (escuelas nacionales, provinciales y numerosas escuelas básicas), tuvo a su cargo la introducción de la educación marxista a través de los manuales soviéticos como instrumento principal.5 El marxismo soviético devino masivamente «el marxismo» para los cubanos comprometidos con el proyecto revolucionario, que aprendimos de él la crítica articulada del capital, el lugar de cada cual en la lucha de clases, el significado de la Revolución proletaria, el papel clasista del Estado y la dictadura del proletariado, el ateísmo científico y otros pilares de la doctrina. El marxismo-leninismo era el vademécum de verdades ordenadas en el materialismo dialéctico e histórico, la economía política y el socialismo científico. Los textos de Marx, Engels y Lenin fueron santificados desde versiones adocenadas por la repetición, la codificación y la cita de autoridad.

La revista mensual Cuba Socialista se creó como órgano teórico del Partido cubano. Aun cuando constituye una fuente decisiva para seguir el discurso político de aquellos años, no se percibe en ella la formalización dogmática de una doctrina oficial, lo cual constituye un rasgo distintivo que debe tomarse en cuenta.6 Una segunda publicación, Teoría y Práctica, mensuario de las EIR, tenía una vocación más académica (y más doctrinal), y se centraba en los temas de la ideología.7  La enseñanza universitaria buscó un acomodo con la incorporación del Marxismo a los planes de estudio de las carreras nuevas y tradicionales. La “concepción científica del mundo” debía ser parte de la formación superior en todo el país, y para impulsar esta meta se buscó la colaboración de especialistas hispano-soviéticos en diversas ramas del conocimiento social.8

Sin embargo, sería un error mayor reducir el espectro de la asimilación marxista cubana de los años sesenta al inventario doctrinal del marxismo soviético, tanto en el plano político como en el teórico. La confrontación, en 1962, con el intento estalinista de burocratización en la constitución del Partido cubano, acuñada como «proceso al sectarismo» (en lo interno), y el diferendo motivado por la decisión inconsulta de la Unión Soviética de negociar bilateralmente —ignorando a la política cubana— la solución de la «crisis de los cohetes», también en ese año (en lo externo), indican que el liderazgo cubano no se inclinaba a comprometer su autoctonía y la independencia que con tan alto costo estaba arrebatando al poderoso vecino del Norte.

Debemos tomar en cuenta estas determinaciones políticas para explicarnos que, paralelamente a la asunción dominante del marxismo dogmatizado de Moscú, se mantuvo abierto el espacio a una experimentación no convencional y a la reflexión no ortodoxa a lo largo de los sesenta. De hecho se produjeron, desde la esfera política, críticas al «manualismo», término que se usó para denominar a la educación doctrinaria.9 La marea antimanualista de mediados de la década se vincula al alcance que tuvo la polémica en diversos sectores y a su impacto innovador.

El escenario de debate en que primero se expresó esta diversidad fue el de la creación artística y literaria, dentro del cual las confrontaciones iniciales dieron lugar al encuentro celebrado con la dirigencia política en 1961 en la Biblioteca Nacional, en cuyo seno Fidel Castro lanzó aquella frase que, con un trazo sencillo, delineaba la frontera de la exclusión: «Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada».10

Este aserto, que se convirtió en una referencia recurrente por su incuestionable significado, daría lugar con los años a muy distintas interpretaciones sobre los que no está «dentro» y lo que no está «contra». Antes, y también después de 1961, y particularmente en los debates de 1963 a 1965 sobre el cine, la creación artística y la cultura, se puso de relieve la fecundidad de una reflexión propia nacida de la Revolución, que se abrió paso en un entorno polémico.11 Estas discusiones pudieran y debieran haber sido incorporadas hace mucho al bagaje formativo de las generaciones posteriores.

Sería muy difícil comprender tal apertura interna si no se toma en cuenta su coherencia con el reclamo de libertad que salía de la joven república revolucionaria. La tesis de la lucha armada como vía prioritaria de acceso al poder, la idea de un primado dialéctico de lo subjetivo sobre lo objetivo (y del papel de la voluntad) y la diversidad de posiciones sobre el modelo económico de construcción socialista se situaba en el centro de una diferencia fundamental con el mainstream del socialismo real. No me interesa especular aquí acerca de dónde estaba la razón, sino apuntar que, sin la aspiración de articular un modelo alternativo en competencia con el ruso (como se evidenciaba en la proyección china de los años sesenta), el liderazgo cubano procuraba fundamentar y defender la singularidad diferenciada de su proyecto en un gesto inequívoco de libertad soberana.

La polémica que en este contexto protagonizó el Che, junto con otras figuras de la dirigencia revolucionaria (y que insertó la experiencia cubana en una discusión internacional en la que estaban enfrascados teóricos de la talla de Charles Bettleheim, Ernst Mandel, Arghiri Enmanuel y otros), no se puede reducir al problema de si el Sistema Presupuestario de Financiamiento era o no la variante más eficaz, o cómo funcionaba la ley del valor en el socialismo, o la correlación de la estimulación material y la moral en las nuevas relaciones de producción, porque se corre el riesgo de limitar su significado al rango de un estricto debate técnico-económico.12  Se trataba de mucho más. Nada menos que de la polémica sobre el socialismo: es decir, sobre si el «camino trillado» por las experiencias del Este era el único, si habría para Cuba otro más idóneo que aquel, e incluso si, tal vez, aquel se orientaba al fracaso, ¡tan lejos llegó a ver el Che! Y sin embargo, todavía a veces nos perdemos en la discusión de si tenía o no razón en lo que pensaba del mercado, o en su defensa de un esquema centralizado para la economía. El Che avanzó mucho en esta visión crítica, si tenemos en cuenta que nos referimos a un lapso muy corto: solo siete años de su vida adulta (1959-1966).

En el medio académico relacionado directamente con la enseñanza y los estudios marxistas, un cuestionamiento sistemático al doctrinarismo del marxismo soviético se fue formando en el seno del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana. Después de experimentarse varios programas de estudio que rompían de un modo u otro con la lógica de los manuales, se optó por impartir la Historia del Pensamiento Marxista, con lo cual se buscaba optimizar la aproximación directa a los autores en su entorno histórico y evitar a la vez filiaciones preestablecidas, tanto a la ortodoxia soviética como a cualquier versión heterodoxa. La aparición de la revista mensual Pensamiento Crítico, en 1967, guardaba relación con estos criterios.13  Este grupo también tuvo una influencia notable en los primeros planes editoriales de ciencias sociales del Instituto Cubano del Libro, creado a la sazón. Además de numerosos clásicos de la filosofía y el pensamiento premarxista, fueron publicados relevantes pensadores contemporáneos como Marx Weber, Georg Lukács, Charles Wright Mills, Louis Althusser, Auguste Cornu, Isaac Deutscher, Galvano Della Volpe, Herbert Marcuse y otros.

La vida académica de esta naciente corriente, integrada en su totalidad por miembros de una generación llegada tempranamente a las aulas universitarias después del triunfo revolucionario, fue demasiado corta para dejar una obra significativa. Pero quedaron numerosos artículos publicados entre 1966 y 1970, y una polémica abierta con los defensores de los manuales y de la versión soviética del marxismo.14

En ese mismo período se creó en la Universidad de La Habana la Licenciatura en Sociología, fuera de la influencia del marxismo soviético, a diferencia de otras disciplinas universitarias. En la Escuela de Historia y otras de la Facultad de Humanidades se había hecho fuerte la defensa del canon soviético.15

Aunque la determinación política, sancionando o descalificando, ha sido siempre demasiado alta, a mi juicio, en relación con la aparición o desaparición de publicaciones, en respaldos y reprobaciones al fruto de la reflexión, en aprobaciones y prohibiciones a discursos y conductas, hay que reconocer que en el plano del marxismo se mantuvo hasta 1970 un clima de apertura, cuya huella más clara se puede observar realmente en el panorama del final de la década.

Todavía tendríamos que preguntarnos hoy acerca de los motivos de que, incluso en este período, tantos debates tuvieran que terminar polarizando la razón y desechando el argumento del otro, en lugar de dejar que las ideas encontraran su camino por sí mismas.

El viraje de los años setenta

El marxismo que la Revolución inspiró a lo largo de la década inicial del experimento revolucionario se evidenció como un pensamiento creador y polémico, a la vez que militante y abierto. El Che habló de la necesidad de acercarse a los clásicos con una mezcla de veneración e irreverencia y creo que esto adjetivaría bien aquel clima de reflexión.

El cambio de decenio sacó a flote un panorama crítico y contradictorio que aún no ha sido exhaustivamente evaluado. La caotización en la conducción económica del país tuvo su caracterización oficial en el epígrafe autocrítico del «Informe Central al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba», en 1975, en los términos siguiente: «En la conducción de la economía hemos adolecido indudablemente de errores de idealismo y en ocasiones hemos desconocido la realidad de que existen leyes económicas objetivas […]», «[…] fue suprimido el presupuesto estatal […]», «[…] la política de gratuidad tomó auge a partir de 1967 y llega a su punto máximo en 1968-69».16

Los años setenta siguen urgidos también de un debate más profundo y abierto desde la Revolución. En el Informe Central al Congreso se atribuye las causas del revés a que «interpretando idealísticamente el marxismo y apartándonos de la práctica consagrada por la experiencia de los demás países socialistas quisimos establecer nuestros propios métodos».17

Algo más de una década después esta ponderación de causas quedaría implícitamente cuestionada en el discurso de la «rectificación», asentado de nuevo en la censura del seguidismo a las «prácticas consagradas» y en el llamado a buscar en la propia experiencia caminos de solución. Naturalmente, sería desacertado descuidar la modificación del escenario político y económico externo e interno al analizar la diferencia entre estos dos momentos.

En realidad, la economía del país, y con ella su capacidad de reproducción, había hecho crisis desde los años sesenta. El fracaso de la «Zafra de los 10 millones» fue el signo de la crisis, pero evidentemente no su causa: incluso de haberse logrado los diez millones de toneladas de azúcar la crisis ya era un hecho. «Convertir el revés en victoria»,18 fue el llamado de Fidel Castro, devenido consigna, desde su demostrada capacidad para hacer frente a las situaciones más adversas. El «revés» no era simplemente, como pudiera parecer, el resultado de la zafra misma, sino el fracaso en consolidar un proyecto socialista autóctono en medio del bloqueo y sin sujeción a dependencia de tipo alguno. La «victoria» tampoco se refería solamente, por supuesto, a la estricta recuperación azucarera, sino de manera integral a la urgencia de asegurar la subsistencia y el relanzamiento del proyecto revolucionario cubano, ahora desde un gravoso fracaso. Si no aconteció el desplome hay que atribuirlo a la peculiar correspondencia entre las probadas aptitudes tácticas y estratégicas de Fidel Castro como conductor político, y la cohesión alcanzada por el liderazgo.

Como es sabido, la solución de la crisis se buscó a partir del ingreso al CAME,19 que propició a partir de los años setenta condiciones excepcionales no solo para la subsistencia, sino para que el proyecto cubano alcanzara en buena medida su realización material.20

¿Fue entonces el ingreso al sistema socialista la única salida posible? Con frecuencia me he planteado que no había otra alternativa para la dirigencia cubana, aunque también es este un tema sobre el cual ha faltado el debate.

Pero me interesa destacar ahora que no se trata simplemente de una opción impuesta por las circunstancias, sino que al interior del país significaba la victoria para una posición ideológica.21

Se imponía la posición que en la polémica económica sobre el socialismo defendía la necesidad de «seguir los caminos trillados» por la experiencia soviética,22 la posición que alentaba en el campo de la creación cultural el «realismo socialista» y que pujó (afortunadamente sin éxito total) por imponer fronteras al arte, la posición identificada con la versión del marxismo difundido desde la EIR entre 1960 y 1966.

La cancelación del espacio polémico en el terreno de las ideas (1970-1971) precedió al proceso de inserción al CAME (1971-1972), a la adopción del dispositivo económico correspondiente —Sistema de Dirección y Planificación de la Economía (SDPE— y a la institucionalización política y administrativa, en buena medida influida por los patrones de autoridad del socialismo soviético (1975-1976). Esta secuencialidad se perfila, vista retrospectivamente, como un saneamiento uniformador, una verdadera medida de ingeniería de pensamiento que precediera en lo interno al giro integral que habría de articular el proyecto cubano al sistema soviético.

Dos momentos quisiera destacar en la uniformación de esta década; o quizás valga mejor decir en su preparación. El primero cobra forma en la crítica dirigida a la revista Pensamiento Crítico y al Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana a partir de 1970, la cual culminó en la clausura de ambos un año después.

La importancia de esta acción no puede ponderarse por el peso del grupo criticado, minoritario incluso dentro del medio universitario, y exento de influencia política o de intención contestataria. Lo significativo es que se escogió esta coyuntura para marcar el giro hacia la oficialización de la versión soviética del marxismo y la proscripción de las heterodoxias reales o supuestas desde el canon adoptado, el rechazo doctrinal del pensamiento social fuera del marxismo y la cancelación del espacio polémico que había prevalecido en los años sesenta como una calidad diferenciadora de la identidad de nuestro proceso revolucionario. Y el marxismo-leninismo que se expandió desde entonces no se movió dentro de las coordenadas que ampliaran la reflexión, sino que fue el mismo resumido por los manuales, la elaboración teórica nacida en la experiencia rusa.

Aunque en un esfuerzo constructivo, el Buró Político del Partido Comunista de Cuba creó una comisión para sostener encuentros de discusión y esclarecimiento con el grupo, la revista finalmente tuvo que cerrar en 1971. El Departamento fue dispersado, y sus miembros distanciados del acceso a la enseñanza y la publicación de temas vinculados con el marxismo por tiempo indefinido.

Más importante que los efectos sobre los destinatarios directos del mensaje, esta intervención indica un viraje en la ideología revolucionaria a partir de entonces: el ocaso de una pluralidad creativa marxista y de una cultura de debate que prevaleció en la década precedente dentro de las coordenadas del compromiso revolucionario. El citado paradigma «dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada» se estrechaba a otro que se hubiera podido cifrar: «dentro del marxismo soviético todo, contra el marxismo soviético nada». Todo pensamiento crítico se asumió como «antisoviético». Pero «antisovietismo» expresa una aberración de igual magnitud que «prosovietismo»; mientras que ser crítico es una necesidad del pensamiento. Tan diferentes se me antojan estas significaciones que nunca podré explicarme aquel enlace.

El otro acontecimiento que iba a dejar fijados los contornos de la exclusión fue el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, celebrado en La Habana en abril de 1971. Este evento era relevante porque representaba el rescate de la priorización del esfuerzo educacional como garantía y pilar de la continuidad del proceso revolucionario. Significó, en tal sentido, un hito de redespegue en esta importante empresa que había sido anticipada diez años atrás en la epopeya de la alfabetización.

Pero el Congreso estuvo signado también por un espíritu de exclusión que dominó los debates y, en algunos aspectos, trascendió incluso en la Declaración acordada por los delegados. Se define allí la política hacia la religión en términos de combate ideológico y se formaliza tácticamente la proyección ateísta oficial: «No compartimos las creencias religiosas ni las apoyamos; tampoco el culto». Se trata al homosexualismo como desviación y patología social, se anuncia «la ubicación en otros organismos de aquellos que siendo homosexuales no deben tener relación directa en la formación de nuestra   juventud […]», y se sugiere igualmente «evitar que ostenten una representación artística de nuestro país en el extranjero […]». Se habla, sin precisar, sobre «intelectuales pequeño-burgueses pseudoizquierdistas», «colonizados mentales», y de «tendencias condenables e inadmisibles que se basan en un criterio de libertinaje con la finalidad de enmascarar el veneno contrarrevolucionario de obras que conspiran contra la ideología revolucionaria […]».23  Estos criterios servirían de punto de referencia a arbitrariedades cometidas en nombre de la ideología que hicieron que en los medios culturales se recuerden los años inmediatos como el «quinquenio gris».

Parecería que el costo del ingreso a la comunidad socialista en 1972 y del apoyo material al proyecto cubano hubiera incluido también la adopción acrítica y excluyente de su marxismo, elaborado a partir de la magnificación del socialismo ruso y de la sacralización estaliniana de la doctrina. Pero esta sería por sí sola una explicación simplista, o al menos incompleta. Ya apunté antes que en la realidad se había impuesto al interior del país un punto de vista y en este defendía la tesis de la existencia de un solo marxismo y una sola idea del socialismo, invariables, estáticos, excluyentes, ajenos al impacto de la historia. La articulación del país al sistema del CAME aportó el marco propicio, y los contornos de la unificación ideológica interna guardaban coherencia con ella.

El viraje de los años setenta en el ámbito del pensamiento no expresaba exactamente el paso del predominio de una posición a otra, sino el cierre de los espacios polémicos y la homologación de los patrones teóricos en una posición que existió desde siempre, pero que ahora se hacía única y oficial a la vez. Todo el quehacer académico en el campo del conocimiento social se vio afectado en las dos décadas que siguieron.24

La licenciatura en Sociología, recién creada a finales de los años sesenta en la Universidad de La Habana, desapareció poco después.25 Varias generaciones de jóvenes viajaron desde entonces a cursar estudios de grado y postgrado en disciplinas sociales y filosóficas en los centros superiores de la Unión Soviética y otros países esteuropeos.

 Lo que he llamado el viraje de los años setenta lo considero en puridad como el segundo viraje en el plano ideológico. Los alineamientos extremos serían inadecuados e injustos y no ayudarían a una comprensión balanceada. Quizás el mayor de sus lastres ha sido precisamente esta uniformación ideológica y la desestimación de la cultura de debate que había comenzado a forjarse.

En todo caso, al margen de una influencia institucional y doctrinal innegables, de una presencia sensible de dogmas ajenos, y seguramente de consolidación de dogmas propios, el fantasma de Stalin no llegó a apoderarse de la conducción y de la cultura política cubana revolucionaria. La autenticidad y la identidad que alimentaron desde temprano al consenso dentro del proceso cubano se reactivan en la capacidad de reacción de las generaciones posteriores, en los esfuerzos sucesivos de rectificación del liderazgo y en la vitalidad exhibida hoy hacia la recuperación de espacios polémicos a pesar del lastre de casi dos décadas de escolasticismo oficial.

Muerte y transfiguración

Los efectos del derrumbe del socialismo europeo sobre el proyecto cubano pesan decisivamente en la conformación del escenario actual. No obstante, en lo que se refiere a la recuperación de espacios polémicos y en la diversificación de puntos de vista, habría que comenzar por tomar en cuenta el proceso de rectificación iniciado en la segunda mitad de los años ochenta.26 Aunque, como en otros puntos vitales, tampoco puedo detenerme ahora en este, debo aludirlo para no omitir una reevaluación de tesis y políticas que se cifró en buena medida en el balance interno y precedió a la ocurrencia del derrumbe del Este.

Es así que podemos verificar un renacimiento de la ciencia social que todavía es insuficiente, pero que se hace sentir de manera progresiva. Los centros de investigaciones e institutos capitalizan la experiencia y saber acumulados en espacios ahora más abiertos. El llamamiento al IV Congreso del Partido, lanzado en marzo de 1990, tuvo un efecto de suma importancia que no es posible pasar por alto.

Es incuestionable que la hecatombe del socialismo ruso plantea una enorme cantidad de dilemas al pensamiento revolucionario. Para la reflexión en contrario es mucho más fácil: se trata de un fracaso total, de una muestra de la inferioridad y la inviabilidad del socialismo y, por supuesto, de una probación de la verdad del capitalismo.

Si la capacidad de resistencia cubana logra coronarse con una recuperación económica que no empeñe las conquistas sociales, al interior, y la soberanía, en la inserción internacional, la reflexión antisocialista tendría que enfrentar un revés insólito después del derrumbe soviético.

El derrumbe no es precisamente un suceso coyuntural, ni local, ni el resultado de una conjura mundial, aunque exista una conjura, no falten los matices locales y se produzca en una coyuntura dada. Se trata del desenlace de una secuencia de deformaciones largamente incubadas. Deformaciones que incluyen, y no en medida despreciable, la naturaleza artificial de una concepción de marxismo. El capital, de Carlos Marx, rebosa autenticidad, en tanto el manual de marxismo carece de ella. La utopía marxista del socialismo es un ideal complejo; el socialismo soviético resultó un artificio complicado.

Los efectos nocivos del derrumbe han sido extraordinarios para el proceso cubano y, al margen de la gravedad de las deformaciones inventariables en el socialismo ruso (matriz del sistema Este-Europeo), constituye un retroceso brutal para la humanidad. No obstante, paralelamente, y en consonancia con estos efectos, el derrumbe contribuye a que se abra de nuevo un escenario polémico al final del siglo y pone a Cuba, como a los otros proyectos socialistas que han supervivido, junto al pensamiento de una izquierda que se resiste a claudicar, de cara al desafío definitivo.

Los espacios de debate que en Cuba se comenzaron a abrir desde finales de los años ochenta difieren, en aspectos que estimo sustanciales, de los que caracterizaron al escenario de los años sesenta. Destaco a continuación algunas diferencias importantes:

1. El escenario polémico de los años sesenta tenía lugar a continuación de la victoria revolucionaria y en el contexto del despegue del proceso de construcción social a que dio lugar. El de los años noventa se desenvuelve en el marco del retroceso ocasionado por el derrumbe socialista y en un contexto de resistencia y de impulsos de salvación.

2. Hace treinta años el cambio se efectuaba a través de fórmulas centralizadas de socialización que modificaron con rapidez la estructura del sistema socioeconómico, en tanto los cambios actuales son de signo liberalizador, parten de una necesidad de desestatización y descentralización, aun cuando se orientan a la búsqueda de una reinserción que no desnaturalice el sistema.

3. A diferencia de entonces hoy no se padece el telón de fondo de una ortodoxia doctrinal dominante en el socialismo internacional, pero a cambio, actuamos desde una institucionalidad adaptada a ella y con arraigo en los medios ideológicos, en los dispositivos de movilización social y en el mundo académico.

4. Si en la década del sesenta la contradicción prevaleciente era la que enfrentaba el proyecto con los intereses de las clases expropiadas y con el rechazo al cambio socializador, la de hoy se relaciona principalmente con las manifestaciones de desencanto, frustración e incertidumbre alentadas por los efectos superpuestos del derrumbe y de la incidencia de la lógica del mercado introducida por las fórmulas de recuperación económica, y que circundaba la vertiente liberalizadora desde su mismo extremo.

Este escenario polémico nos desafía hoy en el campo del pensamiento, a profundizar sin los dogmas importados, y cuidándonos igualmente de los que nosotros hayamos podido crear, tanto en el proyecto socialista cubano como en el tema de la llamada crisis del marxismo, el cual retiene su alcance universal.

La respuesta a la cuestión de si hay vigencia aún o no en el marxismo no puede ser una respuesta intuitiva, emocional, doctrinal, superficial, localista, ni parcializada a priori. La cuestión de si el marxismo pereció con el derrumbe tiene que ser dilucidada a partir del hecho de que existen dos lecturas de la muerte: una, como extinción; la otra, como momento de repercusión. Wallerstein afirma que «lo que ha muerto es el marxismo como teoría de la modernidad”, en tanto que “[…] lo que aún no ha muerto es el marxismo como crítica de la modernidad, incluida su última expresión histórica, la globalización capitalista».27 Puede tratarse de una afirmación discutible, pero hay que prestarle atención.

El recurso al marxismo en la presente situación cubana tendría que ser seguido al menos en cuatro perspectivas. Primeramente, la del discurso del liderazgo, que mantiene con razón sobrada la advocación al marxismo-leninismo como pensamiento conductor. La defensa de la vigencia sustantiva del aporte de Marx, de Engels y de Lenin se corresponde con la decisión de salvar el proyecto socialista más allá de los cambios y de la comprensión de que esto no podrá lograrse sino a través de una transfiguración.28  Considero, además, que al amparo del discurso público, en el proceso de toma de decisiones está presente una dialéctica entre la inercia y el cambio.

En segundo plano, la postura que retiene la valoración de cuanto ha sido superado y se expresa en la posición inercial hacia el cambio en general, sin tomar en cuenta diferenciaciones. Desde este prisma, el proyecto del llamado socialismo real sigue siendo el idóneo, el derrumbe fue simplemente una traición alevosa, y el único marxismo aceptable es la concepción apologética venida hoy a menos.

Distingo en un tercer plano, dentro de un abanico no uniforme, las perspectivas de búsqueda, tanto desde el sector responsabilizado con la conducción política y administrativa de la sociedad como en el académico. Asume la necesidad del cambio social dentro de coordenadas que permitan retener los valores esenciales de los logros socialistas. Se identifica con los aportes del descubrimiento marxista y las grandes experiencias revolucionarias de la historia de este siglo, pero se plantea la necesidad de su relectura a la luz del derrumbe, la apertura a los aportes del conocimiento social y al debate dentro y fuera de la tradición marxista, y aboga por el enriquecimiento conceptual en el pensamiento social.

Finalmente, hay que hacer referencia a otro abanico de posiciones, que de manera a veces explícita, y, con más frecuencia, implícita, se sitúa en el carril de la claudicación. En el plano económico podría notarse en la defensa de una mercantilización (o de una liberalización) sin fronteras; en el político, en la suplantación de un perfeccionamiento democrático desde la institucionalidad existente por los conocidos dogmas liberales; en el quehacer académico, en la desestimación sistemática de la tradición marxista, por la revalorización de la historia republicana dependiente prerrevolucionaria y por la adscripción acrítica a corrientes teóricas dominantes.

No ignoro que este intento de tipología resulta simplificador, y por eso me apresuro a señalar que no es mi objetivo argumentarlo aquí, sino más bien contribuir también con ello a la promoción del debate. Porque sea cual fuere la caracterización acertada del espectro, no estará dada por definiciones a priori.

Lo teórico —y dentro de lo teórico, el marxismo en primer lugar— requiere ser tomado en cuenta como una cuestión eminentemente política; y como tal su único escenario de profundización y el único curso de soluciones atraviesa por el análisis y el debate. Dicho de otro modo, en el ejercicio libre y serio del pensamiento.

Si al finalizar de leer estas reflexiones el lector ha conseguido inventariar sus desacuerdos y percatarse de todo lo que queda por decir, habrá valido la pena escribirlas.

Notas

1  La primera edición de Los fundamentos del socialismo en Cuba se publicó en el  año 1943. La cuarta  edición,  publicada en 1959, tuvo varias reimpresiones, todas masivas, en los años siguientes. Fue utilizado como texto central en las Escuelas Básicas de Instrucción Revolucionaria y en círculos de estudio en los centros de trabajo. Las críticas sobre dicho libro pocas veces han sido expuestas formalmente y nunca sometidas a discusión abierta, pero no volvió a publicarse ni a utilizarse.

2  El XX Congreso del Partido Comunista de la Unión  Soviéticas tuvo lugar en 1956. El texto  más impactante fue el informe secreto de Nikita  Jruschov,  que  lanzó  la  crítica  de  Stalin.  El  XXII Congreso se celebró en 1961.

3 Los dirigentes de la República Popular China  lanzaron el «gran salto hacia delante» en 1959. Intentaban independizar el modelo de acumulación recurriendo a sus propios recursos y este hecho marcó igualmente la supresión de la colaboración soviética.

4 La primera obra importante de Lukács fue Historia y conciencia de clase, 1923, y tuvo que  padecer una verdadera anatematización en tiempos de Stalin. La obra de Gramsci se salvó de esta virulencia por tratarse del líder de los comunistas italianos y por haber tenido que pasar este en prisión buena parte de su vida. Pero era desestimada e ignorada en la Unión Soviética, donde se le percibía como una heterodoxia inaceptable.

5  No creo que amerite listar aquí los numerosos manuales soviéticos que fueron traducidos, editados y utilizados en Cuba. Más importante es añadir que este estilo significaba una cultura que no solo estaba presente en los manuales y que ha permeado la enseñanza y la reflexión formada en esta lógica.

6 Comenzó a salir en septiembre de 1961 y terminó en febrero de 1967 con el número 66. Su Consejo de Dirección lo integraban Fidel Castro, Osvaldo Dorticós, Blas Roca, Carlos Rafael Rodríguez y Fabio Grobart. En el número final, el Buró Político del PCC expresaba que «[…] la revista teórica oficial del Partido debe ser interrumpida hasta que el Primer Congreso del mismo adopte decisiones sobre algunos de aquellos problemas teóricos, estratégicos y tácticos del movimiento revolucionario en el mundo y sobre problemas varios de la construcción del socialismo y del comunismo». Reapareció, en efecto, en 1976, después del I Congreso del PCC, y se volvió a cerrar en 1990.

7 Apareció desde octubre de 1963 hasta diciembre de 1967, con frecuencia mensual.

8 Se llamó hispano-soviéticos a los españoles que emigraron siendo niños a la Unión Soviética tras el derrocamiento de la República española en 1939. Su formación se efectuó típicamente dentro del marxismo soviético y su proyección llegaba en muchos casos al dogmatismo más férreo. Todos los que conocí contaban con una sólida formación (canonizada por supuesto). Fueron ejemplares en su conducta solidaria, afectiva y respetuosa.

9 Fidel Castro criticó públicamente el manualismo en varias ocasiones a partir de mediados de la década. Uno de sus discursos más duros en esta dirección es el del 10 de agosto de 1967.

10 Fidel Castro Ruz: «Palabras a los intelectuales», 1961; la reimpresión más reciente la hizo la Biblioteca Nacional de Cuba en 1991.

11 Existe una recopilación de los debates que tuvieron lugar en el área de la cultura hasta 1966, preparada en la Biblioteca Nacional de Cuba en 1967, y que nunca ha sido publicada.

12 Los artículos relacionados con la polémica económica se publicaron entre 1963 y 1964 en Nuestra Industria, Comercio Exterior y Cuba Socialista. También en varios discursos aparecidos en los diarios Revolución y Hoy. El estudio y el debate sobre el pensamiento del Che no se retomó hasta años recientes, bajo el impulso del llamado hecho por Fidel castro en su discurso del 8 de octubre de 1987. La mayor parte de los trabajos interesantes publicados sobre el tema son posteriores a 1987.

13 Se publicó por un grupo de miembros del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana desde febrero de 1967 hasta junio de 1971. La coincidencia exacta de su aparición con la terminación de Cuba socialista dio lugar al equívoco de que se trataba de un reemplazo. Esto resulta disparatado si tan solo se observa la diferencia entre los respectivos consejos de dirección y que este mensuario no se proclamaba órgano oficial ni siquiera de la Universidad, en cuyo seno se elaboraba. En la nota que encabeza el número inicial se puede leer: «Hoy todas las fuerzas sociales de nuestro país están en tensión creadora; lo exige la profundización y la magnitud de las metas de la Revolución. Contribuir a la incorporación plena de la investigación científica a los problemas sociales de esa Revolución es el propósito de esta publicación».

14 La mayor parte de los artículos de este grupo aparecieron desde 1966 hasta 1967 en El Caimán Barbudo, y de 1967 a 1971 en Pensamiento Crítico. La polémica sobre los manuales de filosofía se encuentra en los números 28, 30, 31 y 32 de Teoría y Práctica, publicados entre 1966 y 1967.

15 La presencia de la intransigencia ortodoxa era desigual; pero, en general, predominó en la mayoría de las carreras universitarias. Sin embargo, el clima prevaleciente legitimaba los espacios polémicos.

16 «Informe Central al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba», Departamento de Orientación Revolucionaria, La Habana, 1975.

17 Ibídem.

18 Fidel Castro: «Discurso del 23 de mayo de 1970».

19 En 1971 el gobierno cubano solicitó formalmente su incorporación al «Programa complejo» del CAME, al amparo de la «Cláusula de país más favorecido», que beneficiaba ya la integración de Mongolia y Viet Nam. El CAME aprobó la incorporación de Cuba en 1972.

20 He tratado este tema en «La economía cubana: el desafío de un ajuste sin desocialización», Cuadernos de Nuestra América, 10 (19), enero- junio, 1993.

21 En su artículo «Cuba: ¿reforma constitucional o nueva Constitución?», Cuadernos de Nuestra América, (11) 22, julio-diciembre, 1985: 41-52, Hugo Azcuy analiza con rigor el viraje, con vista a evaluar de manera balanceada la institucionalidad jurídica que en la Revolución se dio en los setenta.

22 Humberto Pérez: «Discurso del 14 de junio de 1979».

23 Una buena recopilación de los documentos públicos del Congreso se presentó en un número monográfico de Referencia, 2 (3), 1971, revista publicada por la Universidad de La Habana.

24 El acucioso recuento de Jorge Ibarra «Historiografía y Revolución», en Temas, 1 (1), enero-marzo, 1995, pp. 5-16, refleja el efecto de este fenómeno en el campo de la historiografía, la investigación y la docencia de la Historia. Pero con la grave inexactitud de desconocer la situación integral padecida por el pensamiento social. Lo trata como un problema estrictamente relacionado con la historiografía e inexplicablemente lo reduce a «medidas represivas [que] no alcanzaban a más de una decena de estudiosos, pero que tuvieron un efecto intimidatorio sobre la comunidad de historiadores e indujeron a la formación de un proceso uniforme».

25 En este caso la disolución no fue vinculada a un proceso crítico, sino a la reestructuración de la enseñanza universitaria, sencillamente. Se dictaminó que la Sociología estaba implícita en el materialismo histórico y se estableció la carrera de Filosofía.

26 La rectificación ha sido tratada por varios autores cubanos. Los trabajos publicados por Fernando Martínez en Desafíos del socialismo cubano, La Habana, Centro de Estudios sobre América, 1988, y otros ensayos, merecen atención por las valoraciones que introducen. No obstante, no conozco en lo publicado nada que escape al tono apologético que ha prevalecido en nuestra reflexión social.

27 Inmanuel Wallerstein: «El marxismo después del fin del comunismo», Dialéctica, 16 (23/24), 1993.

28 En abril de 1992 Fidel Castro habló por primera vez de «salvar […] la conquista del socialismo», en lugar de «salvar el socialismo», como rezaba la consigna original. Y añadió: «porque el socialismo nadie sabe todavía cómo va a ser».