Los avatares de la ideología

María del Pilar Díaz Castañón

El reciente III Pleno del Comité Central del PCC argumentó sobre la necesidad de revitalizar «la enseñanza, conocimiento y divulgación de nuestra historia, así como del Marxismo-Leninismo», de cara a «los desafíos de la guerra cultural que se nos hace desde los centros de poder hegemónico del capitalismo transnacional».

El camino hacia la claridad y firmeza ideológica reclamadas por la dirigencia partidista pasa, sin embargo, por dirimir sobre un tema que ha conjugado diversos problemas. Problemas actuales, pero no novedosos, como no lo son las críticas al canon del «marxismo-leninismo» y a sus efectos políticos, económicos y culturales, a su papel como doctrina organizacional e ideología de Estado. Su análisis debe asumir la herencia peculiar del proceso revolucionario y socialista cubanos, así como la sacudida de los años noventa, cuando el descalabro del sistema soviético y la crisis aparejada asentaron nuevas condiciones en nuestro país.

Dirimir sobre la situación actual del marxismo en Cuba supone aproximarnos a nuestra historia reciente, a los intentos de reformular nuestro socialismo, a nuestras prácticas e instituciones, a los debates y valoraciones que han suscitado. Crear alternativas ajustadas a nuestro contexto implica superar viejos dogmas, no actualizarlos. El proyecto de emancipación social, de crítica cultural, que el marxismo revolucionario ha sostenido, no avala disociar las formas o medios, de los contenidos.

De ahí que decidamos abrir un nuevo espacio para divulgar textos de autores cubanos que han analizado varias dimensiones del tema.

El texto que presentamos a continuación es el segundo capítulo del libro Ideología y revolución: Cuba, 1959-1962, primera edición (pp. 37-64), publicado por la Editorial de Ciencias Sociales en 2001. (Instituto de Filosofía)

La ideología, metafísica tenebrosa, busca con sutileza las causas primeras, y quiere sobre es­tas bases fundar la legislación de los pueblos en vez de apropiar las leyes al conocimiento del corazón humano y a las lecciones de la historia (…) Es a la ideología a quien se debe atribuir todas las desgracias que experimenta nuestra bella Francia.

Napoleón*

Difícil resulta hallar un vocablo cuyo significado sea, a la vez, tan polisémico y unilateralmente asumido. Cuando Daniel Bell decide anunciar el fin de las ideologías, no hace más que tra­ducir un hecho para él evidente: el mundo bipolar ya no exis­te, y si la ideología no es más que «un modo de convertir las ideas en acción»,1 ya las posibles acciones alternativas so­bran.

La comprensión programática de la ideología2 tiene ante­cedentes bien lejanos. Desde que Napoleón la calificara de «metafísica tenebrosa» por buscar a su juicio «las causas primeras», el término se ha empleado con reiteración para indicar un contenido peyorativo y perjudicial para el sujeto social, cuya aspiración ha de ser librarse de la trampa ideo­lógica.

Por el contrario, en disciplinas que requieren de un índice generalizador de fenómenos cuya influencia se constata sin precisar su origen, suele emplearse en sentido positivo, tanto para la descripción de las creencias y valores que en su dife­rencia aglutinan al grupo social —el nacionalismo, por ejemplo—,3 como de aquellas unánimemente compartidas por la totalidad, que constituyen su «visión del mundo»4 y con ello la cualifican.

Sin embargo, la carga peyorativa que el término ideolo­gía porta es, con mucho, la más extendida. Incluso, en su acepción más simple de ‘ideología política’ es habitual califi­car de «falsa» o «anticientífica» la del contrario, para reivin­dicar la valía de la propia. Puede lograrse el mismo resultado desde el examen, al parecer «imparcial», de las condiciones sociales.

Así, la tradición habermasiana parte de considerar que los agentes son engañados en la sociedad, situación reforzada por la ideología en virtud de las propiedades epistémicas, fun­cionales y genéticas que hacen de una forma de conciencia un error, i. e., ideología. Dicho de otro modo, incorpora creen­cias falsas, o funciona de modo deshonesto, o su fundamento es espurio. Para los primeros frankfurtianos, indica una re­presentación mítica de la realidad, proyectada por y manipulable desde los esquemas de la razón ilustrada. De hecho, se trata de racionalizaciones colectivas, esto es, creencias aceptadas por razones que no se pueden explicar.

La analogía ideología = error es ciertamente antigua, en su etimológica acepción de ‘sistema de ideas’. No obstante, en las distintas variantes5 es posible hallar un denominador común: se trata de una generalización sintética de la activi­dad humana, que habitualmente incluye, tanto determinacio­nes valorativas como políticas, aludiendo al sujeto cuyo que­hacer expresa.

Pues, ese es el quid de toda proposición acerca de la ideo­logía: se formula desde y para un sujeto, explícito o no. La dificultad radica, justamente, cuando no se enuncia, o se asu­me un protagonista ya dado. En ese caso, el signo remite a un significado ya establecido, tal y como ocurre con las flui­das «visiones del mundo» de grupos cuya definición se presu­me. De este modo, la ideología toma un sentido puramente descriptivo de condiciones que sintetiza como identidad abs­tracta. También, desde luego, se formula para argumentar algo respecto al grupo en cuestión. Y desde el siglo XIX, sea en sentido descriptivo, programático o peyorativo, ese «algo» es generalmente la actividad política del sujeto social.

La agudización de las condiciones sociales que inaugura la modernidad concede a la política un protagonismo cuya urgencia instrumental encubre la totalidad de relaciones que porta. El equívoco se agrava si lejos de asumir el contenido ideológico como expresión móvil de la totalidad de la activi­dad social —refractada a través del prisma del grupo, sector o clase que lucha por imponerse, y que, por supuesto, es por­tador de relaciones e interacciones con el todo social, que transfiguran su quehacer en el mundo de la polis—, se atri­buye a las determinaciones ideológicas una rigidez que están bien lejos de sustentar. De este modo, el conflicto ocurre no desde dos posiciones ideológicas diversas, sino entre dos ver­dades absolutas de las cuales una tiene, necesariamente, que ser falsa.

Marx y Engels: la quimera de la falsa conciencia

Nada hay más curioso en la historia de la dogmática marxista que el modo en que hizo a Engels, creyendo ensalzarlo, responsable de tan peligroso equívoco. La famosa carta a Konrad Schmidt,6 donde se hallan las expresiones «concien­cia falsa» y «reflejo invertido», se reprodujo una y otra vez, para argumentar no solo lo erróneo de la ideología, sino la posibilidad de trascenderla desde esquemas racionales que la política daría al sujeto.

La grosera identificación de partidismo filosófico con par­tidismo político, que dominó en la Unión Soviética a partir de la década del treinta,7 condujo a divulgar la aún hoy extendi­da creencia de que, para el marxismo y para Marx, la ideolo­gía se identificaba con «falsa conciencia», superable tras el derrocamiento del régimen burgués. De ahí que en la mayoría de los textos sobre el problema se incluya la «concepción marxista de la ideología como conciencia falsa»,8 a la que naturalmente se critica.

Como ya se ha explicado en otro lugar,9 es Engels quien insiste en el rol mediador del pensamiento, que para el teóri­co aparece como fundamento del proceso ideológico,10 y tam­bién en la intangibilidad de la ideología, que presenta con sustantividad propia determinaciones cuyo fundamento oculta.11

Con ello no hace más que desarrollar las tesis que perma­necieran inéditas en La ideología alemana, donde amén de explorar la usual comprensión de la ideología como sistema de ideas,12 la analiza como conciencia ilusoria, a través de la cual la sociedad se representa sus motivos reales,13 incluso en el plano de las relaciones familiares.14 Tal ilusión es, por fuerza, ahistórica, ya que encubre con un velo atemporal —sea político o religioso— el fundamento real de la historia.15 Y claro, ofrece al protagonista la ilusión de la permanencia de tales formas.

La ideología adquiere así una universalidad creciente, de­bido a la generalización de la actividad humana que realiza, quien a la vez permite su función de elemento mediador de las relaciones sociales.16 Ello supone, desde luego, la pérdida de sus determinaciones originales, y esto es justamente lo que aprovechan los teóricos de la clase en el poder: los ideólogos.

La imposición social que ellos realizan de la representa­ción particular engendrada por el grupo en el poder17 resulta posible no solo merced a la universalidad y abstracción cre­ciente de la ideología, sino al modo en que esta es manipula­da. Al expresarse en nociones harto ambiguas (libertad, igual­dad, fraternidad), posibilita la refracción y apropiación de un significado especial para cada grupo o clase,18 conservando no obstante la quimera de encarnar la comunidad de intere­ses sociales. Pues son los ideólogos, en tanto reguladores de la producción y distribución de ideas de su tiempo,19 los res­ponsables de crear una nueva visión de la totalidad.

De ahí que al caracterizar la ideología política como siste­ma de ideas que transmite los intereses de un grupo o clase, Marx y Engels distinguen entre el modo en que esta se impo­ne desde el Estado como ideología dominante, de la repre­sentación total política que la interacción de las diversas clases genera, afirmando además que las luchas que se establecen desde y para el Estado no son, ellas también, más que for­mas ilusorias a través de las cuales se dirimen los conflictos reales entre las diversas clases.20

Y es que la magia de la ideología se expresa de modo pa­radójico. Gracias a la universalidad que porta, encubre la tra­bazón real,21 presentando como absolutos e independientes fenómenos que solo son históricamente concretos; además, ella misma hace posible la agudización de las contradiccio­nes de clase. Pues la lucha contra la clase en el poder se rea­lizará siempre desde las ideas dominantes de la época, lo que permitirá —en estadios desarrollados del devenir social— li­berarse también de ellas y emprender la senda de la transfor­mación social radical.22

Como se aprecia, incluso en una obra de juventud que ja­más consideraron sus autores publicar, se establece la clara distinción entre ideología, como totalidad, e ideología política, en tanto expresión de los intereses de un grupo o cla­se. Y es que aún, Marx y Engels saldan sus cuentas con su conciencia filosófica anterior teniendo como premisa al ha­cedor del cambio social.

La magia de la ideología

Ello queda todavía más claro en un texto harto conocido y citado, ya aludido en el epígrafe anterior: el célebre «Prólo­go» a la «Contribución». Al distinguir entre las formas ideo­lógicas como totalidad y aquellas fijadas en la superestruc­tura, Marx indica una diferencia esencial. Al emanar de la totalidad de las condiciones materiales de vida, las formas ideológicas constituyen un reflejo mucho más mediato y es­table del modo en que la sociedad se representa su propio quehacer. Por ello advierte que en épocas de revolución se impone distinguir entre el conflicto como tal y las formas ideo­lógicas a través de las cuales se lucha por resolverlo.23 Y jus­tamente por ello, no podrá juzgarse, añade Marx, una época revolucionaria por la conciencia que esta tenga de sí misma, ni tampoco a su protagonista.

Pues quien desplegara en los «Fundamentos»24 las tres se­ries de identidades que explican la paradoja del proceso pro­ductivo como dialéctica enajenación-apropiación no puede dejar de constatar la plásmasis como resultado de la misma inversión sujeto-objeto,25 de una síntesis abarcadora de la espiritualidad humana, cuyo fundamento aparece, también él, invertido.

Y es que si la apropiación de lo real, en tanto totalidad orgánica en devenir, se desarrolla generando las mismas fuer­zas que distancian creador de criatura, también produce como resultado una traducción ideal en la cual medio y mediador se confunden,26 sin que sea posible ya reconocer su origen.

He aquí la peculiaridad del mundo encantado de la ideolo­gía: no se aprecia como tal, ni parece depender más que de la elucubración teórica. Para el sujeto resulta invisible e intan­gible: es su propio proceso de apropiación quien lo genera, a la vez que encubre su sustantividad. De ahí que le sea imposi­ble distinguirlo con claridad, salvo cuando el desarrollo so­cial exige su transfiguración en formas evidentes y suscepti­bles de sistematización, como ha sido el caso de la religión y la política.

Y ello exige, desde luego, el papel del teórico. Es él quien debe descodificar y estructurar la síntesis ideológica, y pre­sentarla al sujeto como expresión cosmovisiva y programática de sus intereses y expectativas. Al hacerlo, por fuerza ofrece una visión parcial de la totalidad, pues su misión es legitimar como único válido y posible el quehacer del grupo cuyos inte­reses representa.

Recuérdese que para lograrlo ha de conseguir «que todos los defectos de la sociedad se condensen en otra clase».27 De tal forma, toda época revolucionaria se presentará a sí mis­ma —y a los demás— como original, insólita y pura respecto al statu quo cuya subversión se propone. Del mismo modo, ungirá con todas las virtudes al hacedor insurrecto, antago­nista del «crimen notorio» al que se opone. Pues la política transforma y encubre con su manto las restantes determina­ciones ideológicas, generando de nuevo una sustantividad de la que realmente carece.

Así, no resulta extraño que el reino del dogmatismo haya identificado —por razones bien ajenas a la teoría— la ideolo­gía como totalidad con su expresión más aparente, ni que haya caído en la trampa advertida tiempo ha por los teóricos alemanes: desde el Estado, los conflictos reales quedan en­mascarados por la ilusión ideológica.

De esta manera, la virulencia del enfrentamiento se refuerza, pero se olvidan dos cuestiones esenciales, a saber: ambas clases brotan de la misma totalidad social y son, por ende, portadoras de hábitos, tradiciones y costumbres comunes.28 Además, el uso programático de la teoría como instru­mento político exige un sujeto harto reflexivo, capaz de comprender racionalmente la concepción que los ideólogos le presentan como la traducción teórica de su experiencia vital.

Pero en realidad no lo es. Lejos de transponerla en su tota­lidad no hace más que sublimar su expresión más evidente, ignorando o ensalzando románticamente29 las restantes. Ello genera una curiosa paradoja: el protagonista revolucionario asumirá tal investidura como propia, creyéndose encarnación de todas las virtudes30 y sintiéndose bien culpable de defec­tos que, de hecho, no son tales; ya Marx advertía la imposibi­lidad de enjuiciar socialmente al portador de relaciones de las que es criatura.

Si al problema de la autoconciencia revolucionaria se suma el de la ideología como tal, la alternativa parece simple: no basta entonces con juzgar a una época revolucionaria por lo que dice de sí misma, entre otras cosas porque su expresión política consciente subsume y mistifica el modo total de apro­piación del sujeto real.

Y es que teniendo al sujeto real como premisa, Marx no puede limitarse a diseñar un protagonista cuya pertenencia a la clase más progresista le dote por ello de una conciencia armónica con sus intereses. Ya en «El 18 Brumario» había constatado cuán viable resultó a la burguesía francesa la ma­nipulación del proletariado en contra de sus propios objeti­vos de clase. Igualmente comprobó, como lo haría Antonio Gramsci después, el poder de la leyenda y las tradiciones, contra las cuales nada puede una explicación racional.

Pues el mundo encantado de la ideología tiene aún otra arista, que Gramsci comprendía muy bien. Las formas que Marx calificara de más mediatas no han perdido por ello el aura invisible que en tanto expresión ideológica, están forza­das a tener. Pero lejos de constituir un único aparato ideoló­gico totalizador, como apunta el pensador italiano, se expresan en ramas de actividad bien diversas, normando la actividad del sujeto sin que este advierta su poder. Antes bien, asume que su concurso es totalmente espontáneo. Mas la eter­na paradoja de la ideología reaparece: es a través de ellas que se controla la actividad del sujeto social.

Ideología y legitimación

Pero llegar a tal conclusión no fue nada simple. El triste pa­norama que brindaba el marxismo de la época, prestigiado por los sucesivos triunfos políticos representados por Octu­bre primero, y por la victoria contra los nazis después, amén de la extensión del socialismo como sistema a casi media Europa, impedían una reflexión independiente. Ello no obsta para que se realizaran intentos (Korsch, Pannekoek, Lukács) que en su mayoría permanecieron ignorados, pues lo que es­taba en juego era la propia concepción de la historia y con ella, la de su protagonista.

Si desde la filosofía no era tan sencillo trascender los es­quemas imperantes, otro parecía ser el caso para la ciencia histórica. De hecho, una importante escuela historiográfica se dedicó al problema desde inicios del siglo XX, obteniendo resultados cuya validez exige reflexión. Mas al hacerlo res­pondió, a veces explícitamente, a los postulados del canon marxista en boga. Sería por ello útil esbozar brevemente sus rasgos esenciales, en lo que concierne, por supuesto, a la cues­tión que aquí se explora.

Recuérdese que la progresiva aplicación instrumental de la teoría filosófica para legitimar coyunturas políticas pro­mueve la vulgarización de importantes problemas teóricos. Amén del empleo de los textos fundacionales como breviario de citas para avalar la interpretación deseada, la esquemáti­ca división de la teoría en materialismo dialéctico y materia­lismo histórico caracteriza el período, lastrada además por una visión harto mecanicista de los principios de la revolu­ción efectuada por el marxismo en filosofía.

Con el diamat e hismat resucitaba tanto la vieja ontología como la sociología objetivista: la relación ser-pensar se resolvía insistiendo solo en la primacía materialista, olvidan­do la relativa independencia del pensamiento; el diseño del todo social seguía la misma premisa, lo que hacía bien difícil explicar la autonomía de las formas de la conciencia. Así, el mecanicismo reinaba en la explicación de la relación base-superestructura, difundiendo el peligroso equívoco de que bastaba con apoderarse y/o transformar la primera pa­ra que automáticamente cambiase la segunda.

Consecuentemente, el devenir social se presentaba some­tido a la férrea lógica de la necesidad histórica, cuyas inexo­rables leyes argumentaban el inevitable triunfo del sujeto-cla­se, según la rectilínea tendencia del progreso ilustrado. Ello no solo impedía apreciar las dificultades reales para cumplir tal misión;31 además, concedía a la historia una inexorabili­dad tal que de hecho obstruía la comprensión del papel activo de su protagonista.

En este contexto, la propia historia del pensamiento filo­sófico fue tergiversada. La burda identificación de idealismo filosófico con error condujo a subvalorar los aportes de esta tendencia a la reflexión, haciendo difícil, incluso, la cabal ar­gumentación de la dialéctica marxista. Fatalmente, suponía también retroceder a premisas ya superadas,32 y reducir el análisis histórico-filosófico a la esquemática exposición de escuelas, donde el materialismo siempre resultaba triunfante frente al nocivo idealismo.33

Naturalmente, desde este sombrío y maniqueo panorama la difundida tesis de la ideología = falsa conciencia resultaba en extremo útil para validar el triunfo del sujeto-clase en nom­bre de la cientificidad, al parecer directamente otorgada por la lógica de la propia historia. El análisis de las coyunturas sociales concretas se realizaba así en función de una teoría normativa, lo que de modo inevitable conducía a ignorar las especificidades locales.

Nada extraño resulta que ante semejante versión de la teo­ría que pretendía explicar científicamente el devenir social, surgieran intentos de explorar la pregunta que, para este ámbito, es la más importante: ¿cómo puede el hacedor de la revolución incorporar determinaciones que solo instantes his­tóricos atrás parecían serle ajenas? Si toda ideología es error, ¿cómo puede el sujeto trascender la trampa de la ideología burguesa?

Ideología y Aparatos Ideológicos del Estado

La respuesta de Louis Althusser es que simplemente no pue­de. Curioso resulta que este controvertido pensador francés, que desde sus tímidos inicios34 se propuso la defensa de la teoría marxista, haya contribuido como pocos a desarrollar y divulgar sus facetas menos lúcidas.

Criatura de su tiempo, el célebre Althusser de Por Marx y Leer El Capital reproduce, proponiéndose todo lo contrario, la racionalista contraposición verdad-error en toda su comple­ja obra,35 donde se expresa como antinomia ciencia-ideología.

De hecho, su famoso «corte epistemológico»36 reproduce la versión dogmática del materialismo (científico) contra el deformante idealismo (ideológico); sostiene un determinismo bien mecanicista para el todo social con su admirada con­tradicción superdeterminada.37 Desde esta, su primera etapa, se había declarado adversario irreductible de «las filosofías del origen o del sujeto»,38 lo cual se haría evidente más tarde al declarar a la historia un «proceso sin sujeto ni fin»39 en su tercera etapa. Pero es también en ella donde enuncia su tesis de los Aparatos Ideológicos del Estado (AIE).

Considerando por vez primera a la ideología constitutiva del todo social,40 el pensador francés reinstaura la oposición extrema entre ideología dominante y dominada, adscribien­do ambas a la superestructura y considerando que es la pri­mera quien retiene al sujeto en una posición conveniente para la clase en el poder, de la que no puede —ni le interesa— salir.

Pero no realiza esta función por sí misma, sino a través de los Aparatos Ideológicos del Estado. Integran los AIE las ins­tituciones religiosas, jurídicas, escolares, políticas, sindica­les, de información cultural y masiva, etc.41 Como se ve, in­cluyen las direcciones más importantes de la actividad espi­ritual del sujeto social, para quien pasan completamente inadvertidos, por cuanto no parecen tener relación alguna con el Estado, ni cumplir función represiva evidente.

La función de los AIE es eminentemente ideológica: ga­rantizar la quietud social en virtud del carácter autorreproductor de la ideología. De ello resulta que es la ideología dominante quien unifica, en última instancia, las diversas actividades que los aparatos generan.

La pregunta que se impone es: ¿puede el sujeto librarse de los AIE y emprender una labor subversiva social? La respuesta del filósofo galo es negativa, por cuanto considera la historia como «un proceso sin sujeto ni fin». Repitiendo su viejo pre­juicio contra las filosofías del origen o del sujeto, Althusser afirma que a Marx le es completamente ajena una visión de la historia que tenga al sujeto como protagonista. En conse­cuencia, el hombre no es sujeto de la historia, sino en la historia,42 a cuyas leyes se adapta, ya que ellas lo conducen ine­vitablemente por la tendencia del progreso social.

De hecho, el condicionamiento que los AIE suponen avala ya la pasividad del sujeto; la tesis del «proceso sin sujeto ni fin» no es más que su consecuencia obligada. Por eso, la ideo­logía —que no tiene historia— es el único «cimiento» social aglutinador que existe en ella de modo temporal, garantizán­dola.

Como se ve, la comunidad con Gramsci que sugería la for­mulación de la ideología como elemento cohesionador a tra­vés de los AIE culmina en una diferencia radical. Si el teórico italiano utiliza la ideología para explicar cómo lograr la revo­lución, el francés la emplea para caracterizar el estatismo social. Desde estas premisas la revolución resulta imposible, pues el sujeto no tiene cómo trascender el molde social que los AIE fijan. Y es que la ideología se define como «la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia», imaginaria en cuanto «sostiene toda la deforma­ción imaginaria que se puede hallar en toda ideología».43 Te­niendo como función específica «constituir a los individuos concretos en sujetos»,44 al interpelarlos como tales ofrece una ilusión de protagonismo que, de hecho, sanciona la autorreproducción de las relaciones sociales.45

Por otra parte, al repetir el antagónico esquema de ideolo­gía dominante versus ideología dominada se refiere, ante todo a la ideología política, olvidando al reproducir tal oposición la comunidad de relaciones (tradiciones, hábitos, costumbres, lenguaje, etc.) que durante siglos el devenir histórico forja, con lo que deja bien atrás la idea gramsciana del cimiento aglutinador social.

El muy sintético esbozo realizado basta para comprender que, como siempre, Althusser sugiere una idea cuyo alcance no puede explorar, dado el modo en que reproduce las premi­sas dogmáticas en las que se formó. Ciertamente, las deter­minaciones ideológicas que adscribe a los AIE aparecen ante el sujeto como ajenas al Estado, e incluso concurrentes con él. También es cierto que no hay mayor instrumento de mani­pulación social que la escuela y los medios masivos de comu­nicación, y que la familia constituye una instancia ideal para la transmisión y reproducción de los valores sociales.

De hecho, la tesis de los AIE explora la vieja afirmación de los fundadores del marxismo cuando aludían al modo en que se enmascaran las luchas desde el Estado. Escudriñar los AIE de un período dado revela cómo se transforma el queha­cer del sujeto, de forma bien distinta a su expresión más evi­dente.

Desde luego, si algo tara la versión althusseriana de los AIE es la mecánica concepción de la historia y de la totalidad social. La preocupación del teórico francés por la historia y la ideología no era nueva. Ya desde su primera y más conoci­da etapa (1960-1965) había lanzado las desafiantes tesis de los anti: la filosofía de Marx es, por definición, anti-humanismo teórico, anti-empirismo, anti-economicismo y anti-historicismo.46

Esta última tesis, que en síntesis negaba que el marxismo postulara una sucesión mecánica de acontecimientos, afirma en cambio la sujeción a leyes del devenir social, mensurable a través del tiempo histórico. A su vez, este es la resultante del equilibrio de los diversos «tiempos» particulares de las distintas instancias o niveles sociales, cada uno de las cuales permanece, a su vez, estático.

Por supuesto, en torno a tal idea se desató una encendida polémica. De nuevo, lo que estaba en juego era la compren­sión del rol del sujeto en la historia, y la especificidad misma de esta disciplina. Nada extraño resulta que suscitara un en­conado debate, encabezado por Pierre Vilar, sobre la especi­ficidad de la historia como ciencia social.47

Ideología y mentalidad

La estratificada concepción althusseriana del «todo comple­jo estructurado “ya dado”» tendría amplia resonancia. Amén de la acusación de estructuralismo tan repetida en la época,48 la tesis del pensador francés suscitaba otra interrogan­te: hasta qué punto era posible, siguiendo el mecánico esque­ma de la determinación absoluta de la superestructura por la base, valorar históricamente los matices del cambio social.

Pues la historia también atravesaba serias dificultades. Si la primera generación de los Anales cuestionara la «historia intelectual» al uso para repensar el vínculo ideas-realidad social, de hecho abría un camino que suscitaba más dificulta­des que las resueltas. Estudiando muy diversas zonas de lo real, Marc Bloch y Lucien Febvre demuestran la imposibili­dad de atenerse a las trilladas clasificaciones «de época», que ignoran su movimiento específico. Para Febvre, se impone la búsqueda de la originalidad de cada sistema de pensamiento; según Bloch, resulta inevitable juzgar desde el prisma de los prejuicios contemporáneos un período dado, advertencia que en su pionera y magnífica obra tendrá como resultado incluir, con razón, objetos de reflexión tan peregrinos como el peso de la armadura de un cruzado o los motivos del prestigio de la taumatúrgica cura regia de una enfermedad por demás leve.

Intentando reconstruir el universo mental del protagonis­ta en cuestión —lo que llevó a Febvre a dedicarse mayormen­te a la biografía— los padres fundadores plantean, de hecho, un problema mayor. La relación entre ideas y realidad social no puede resolverse con el determinismo simple, ni tampoco con la soberanía absoluta al uso en la historia intelectual, que consideraba la obra responsabilidad y producto exclusi­vo de la genialidad de su autor.49 Pero si los «instrumentos mentales» de Febvre —que mucho deben a las exigencias de Lévy-Bruhl— nunca se precisan, bastaron para introducir la necesidad de buscar lo específico de una coyuntura dada, más allá del elusivo y gastado «espíritu de la época».

Desde luego, tales exigencias eran antitéticas de la positi­vista «historia de contar y pesar», pero también, al parecer, respecto a la versión del marxismo imperante. Pues si la me­cánica determinación de la base económica bastaba para ex­plicar la superestructura, todo análisis ulterior parecía no solo inútil, sino contrario a los cánones filosófico-políticos. Así, Michel Vovelle50 refiere las interrogantes que suscitó su obra: por un lado, la inquietud de que un historiador marxista rehúse dedicarse al por qué y se concentre en el cómo; por otra parte, el mismo Vilar juzgaba «menos ambiguo» que Vovelle se dedicara a explorar la toma de conciencia de masas, en lugar de sus temas favoritos: la muerte, la fiesta,51 en fin: la mentalidad revolucionaria.

Esta es quizá la herencia más conocida de la llamada «Es­cuela de los Anales»: el estudio de la mentalidad del sujeto de una época dada. Al examinar fuentes hasta entonces desde­ñadas, o explotadas para otros fines, la investigación sobre la muerte (Chaunu y Vovelle), la fiesta (Ozouf), la religiosi­dad, el miedo y sus efectos sociales, la moda, etc., contribuyó no poco a derrotar la extendida tesis de la «preparación teó­rica previa» del hecho revolucionario, demostrando así que el protagonista no brota a novo con la subversión: ya sus es­quemas valorativos han cambiado mucho antes de que el re­ferente ideo-político interprete y sistematice tal mutación.

Desde luego, ello planteaba un problema. Constatar los atributos del cambio no basta para mostrar por qué ha ocurri­do y, lo que es más importante, por qué el sujeto se lo apro­pia, de modo tal que cuando la subversión estalla ya se encuentra listo para asimilar sus a veces muy imprevistas dimensiones. También, por supuesto, exigía al menos preci­sar la relación de las transformaciones observadas con el sis­tema de ideas, cuya primacía impugnaba los resultados que esta tendencia ofrece. Y ello suponía, para la nueva genera­ción que ya tomaba la «historia de las mentalidades» como algo establecido, precisar sus premisas: esto es, la fluida no­ción de mentalidad.

Pues la operatividad y lo fructífero del término —que mo­tivó incluso su traducción literal a otros idiomas— escon­día su indefinición. Merced a los conclusiones obtenidas, era posible caracterizar la mentalidad de una época, pero no definirla. Desde luego, ello motivó que se impugnase la sus­tancia cuyos atributos recogía: como ripostara cáustica- mente un historiador, «¿Quién podrá nunca conocer la causalidad mental de alguien, tanto en el siglo xi como en 1989? (…) escogiendo fuentes fuertemente orientadas ha­cia los valores de cohesión, se encuentra una cohesión que bautiza mentalidad colectiva (…)».52

Valoraciones semejantes ameritaban reflexión y respues­ta. Es también Michel Vovelle quien sale a la palestra, inda­gando sobre la posible relación entre ideología y mentalidad. Al hacerlo, reacciona conscientemente contra la versión vul­gar de la ideología «como explicación mecánica de la socie­dad por lo económico, en un universo donde las superestruc­turas ideológicas responderían como la mano al guante a las solicitudes de la infraestructura»:53 ella impediría entender el devenir cotidiano de las masas anónimas. Y para combatirla se apoya en la noción althusseriana de ideología como rela­ción imaginaria.

Siguiendo esta idea, el historiador francés —que también comenta los textos de Marx y Engels— reflexiona tanto so­bre «el entrelazamiento de los tiempos históricos» que susci­tara la polémica con Vilar, como respecto a la generalidad de los enunciados en cuestión. Tras explorar diversas hipótesis, la conclusión supone una conciliación afable: más allá de es­tablecer la filiación distinta de los contenidos en pugna, pue­de atenuarse la querella afirmando que de las estructuras sociales, estudiadas por la ideología, se llega «a las actitudes y representaciones colectivas, a las mediaciones complejas entre la vida real de los hombres y la imagen —i.e., las re­presentaciones fantásticas— que de ella se hacen», objeto entonces de la historia de las mentalidades. Definida con más precisión, esta disciplina se dedicaría al «estudio de las me­diaciones y de la relación dialéctica entre las condiciones objetivas de la vida de los hombres y el modo en que se la cuentan, e incluso en que la viven».54

Pero el problema sigue en pie. Al convertir las «condicio­nes reales» de la proposición althusseriana en «objetivas», olvida que la propia historia de las mentalidades mostró los muy diversos modos que pueden definirlas, según su signifi­cado e influencia en el contexto dado. Por otra parte, el atri­buto imaginario que el filósofo francés adjudica a las relaciones ideológicas repite el clásico prejuicio respecto a la «deformación que puede hallarse en toda ideología».55 Si Vovelle tiene el talento de evitar tal celada, provoca a la par una: la imagen, esta vez real, se identifica con las representa­ciones fantásticas de la vida humana.

Ya el joven Marx advertía la disposición de la filosofía para servir a la historia.56 Habría que añadir que esta no puede recurrir a cualquier filosofía. Cierto es que Vovelle enfrenta un problema bien arduo: ante la infinidad de significados atri­buidos a la ideología, ha de escoger por fuerza uno. Además, su afán es lograr una definición heurística de una disciplina por él bien conocida y explorada, cuya imprecisión atenta contra su cabal comprensión.

Sin pretenderlo, el historiador galo reitera el equívoco que la historia de las mentalidades contribuyera a borrar: la se­paración antagónica en referencias culturales entre miembros que sí pueden comportarse como actores muy antagónicos en la totalidad social. Como el propio Vovelle admite y ha mostrado en más de una ocasión en su obra, el modo «en que se la cuentan» será en ocasiones bien diferente del modo en que la viven, o la han vivido.

La reaparición del estereotipo conduce a un callejón sin salida: entre los múltiples factores mediadores de las condi­ciones objetivas de la vida humana, renace el viejo fantasma de la antítesis ideología dominante-dominada. Esta última sería «lo que quedaría de las expresiones ideológicas antes enraizadas en un contexto histórico preciso, cuando dejasen de concordar y cesasen de versar sobre lo real para devenir estructuras formales enojosas, es decir, ridículas».57 Así, el estudio de las mediaciones se hace imposible, pues cada una de ellas se insertará en el antitético contexto de dominante­-dominada. A esta explicación —que él mismo halla insufi­ciente— se une un dilema clave para la filosofía y la historia: con harta frecuencia ocurre que los voceros de una ideología dada no son los miembros de la clase cuyos intereses expresa.58

Ha de recordarse que a todo estudioso de un período revo­lucionario tan fecundo como el francés le son familiares las más que fantásticas representaciones que en la época se pro­ducen, naturalmente asumidas por los contemporáneos sin el mínimo intento reflexivo. Desde la clara distinción entre «hom­bre» y «ciudadano» que nadie examinó en la famosa «Decla­ración de Derechos», hasta la manía neoclásica tan reproducida en sus lienzos por David, pasando por la curiosa proliferación de «santos revolucionarios» en provincia y la institución de la tríada mártir en la capital, la representación del quehacer colectivo lindaba ciertamente en lo quimérico. Pero aquí es bien difícil establecer la diferencia entre vida real e imagen: la vida «real» incluía, y de hecho presuponía, la imagen simbólica que reproduce. Pues si de representacio­nes fantásticas se trata, el problema es por qué son tales, cómo se asimilan y reproducen.

De este modo, la interrogante que Michel Vovelle explora, «¿es posible cambiar los hombres en diez años?»,59 queda naturalmente sin respuesta, más allá de las testimonios em­píricos aportadas por investigaciones tan fecundas como la suya. Si la Revolución Francesa dio la respuesta evidente, las reflexiones sobre ella solo abundan en las características del cambio, contribuyendo, ciertamente, a delinear mejor la es­curridiza figura del protagonista; pero la clave de la cuestión radica en preguntarse quién se representa, por qué lo hace y cómo es posible que «el modo en que se la cuentan» incluya afirmaciones notoriamente falsas, que se incorporan al modo de vida real.

En definitiva, el asunto remite a la vieja pregunta de quién cambia, por qué lo hace y cómo es posible que el cambio, lentamente preparado por el devenir de la totalidad, estalle de modo sorprendente, incluso, para quienes solícitamente lo prepararon. Sus propias investigaciones sobre la Revolución Francesa permiten a Michel Vovelle afirmar que «toda una evolución previa había preparado a los contemporáneos para acoger el cambio».60

La historia, desde luego, no puede responder —ni cues­tionarse— la interrogante inicial. Ella toma al protagonista «ya dado», y la reflexión a posteriori que brinda el cuidadoso distanciamiento que su especificidad le impone retoma gene­ralmente el parecer de los contemporáneos. Así, la distinción entre los diversos grupos de la burguesía en la Revolución Francesa repitió, durante mucho tiempo, la establecida por la literatura contemporánea al suceso, y si el esquema de la «preparación teórica previa» fue rechazado al fin en el Bicentenario, su persistencia durante más de dos siglos no hizo más que reflejar la opinión dominante durante el proceso subversivo.61

Desde luego, la historia examina una y otra vez tanto el acontecimiento como las fuentes que sobre él existen, tami­zándolas con frecuencia desde prismas bien ambivalentes. Al hacerlo, olvida que ellas brindan, de modo implícito, la res­puesta a la pregunta que Vovelle ofrece como alternativa: no el estudio de las mediaciones, sino las mediaciones mismas como totalidad a descodificar, plasmadas en la imagen que la época tiene de sí misma.

Y también su protagonista. Si resulta estéril juzgar las tem­pestades revolucionarias por su autoconciencia explícita, tam­poco tiene sentido hacerlo a partir de la maniquea división de ideología dominante-dominada. Ya Marx y Engels indicaban que la primera no expresa más que el modo en que la ideolo­gía se impone desde el Estado, reproduciendo la ilusión que la nutre. Para el actor, tal antagonismo cobra sentido como oposición política; para el investigador, esconde el modo de apropiación del proceso real.

Pues este supone la formación simultánea, tanto del suje­to del proceso, como de la imagen que sobre él genera, porta­dora de expectativas y temores que, con frecuencia, nada tie­nen que ver con la expresión política explícita. El excelente y pionero trabajo de G. Lefebvre62 sobre «el gran miedo» que sin motivo alguno recorriera la Francia del 89 mostró no solo la influencia de este problema bien emocional, sino también la precisión de la imagen que el sujeto se hacía del proceso revolucionario y su dominio sobre su quehacer real.

La pregunta de Michel Vovelle sobre el posible cambio de los hombres en diez años, podría reformularse así: «¿es posi­ble transformar la imagen que del mundo se forma el sujeto revolucionario?» Porque la misión de la revolución, de toda revolución, es esa: cambiar las expectativas, valores, hábitos y tradiciones que el sujeto porta, utilizando en su provecho las ya existentes. Pero el antes, durante y después gramsciano no puede realizarse a ciegas: hay que precisar quién cambia, qué se cambia, y, sobre todo, en qué esfera incidir para efectuar el cambio.

Notas

* Tomado de los cuadernos de Legarde, secretario general de los Cónsules, citado por L. Villefosse y J. Bouissounous: L’opposition a Napoléon, Flammarion, Paris, 1969, p. 168.

2 Daniel Bell: The End of Ideology: on the Exhaustion of Political Ideas in the Fifties, 2nd. Edition, Harvard University Press, Cambridge, Ma., 1988, p. 42.

3 En su excelente texto The Idea of a Critical Theory. Habermas & The Frankfurt School (Cambridge University Press, Cambridge, Ma., 1981), Raymond Geuss acertadamente califica a Bell como el más co­herente expositor contemporáneo de esta concepción, en tanto no se limita a definir la ideología como totalidad («sistema coherente que abarca la realidad, el conjunto de creencias sostenidas con pasión y que busca la transformación total del modo de vida»), sino que caracte­riza además sus rasgos definitorios, la violación de uno de los cuales impide el funcionamiento de la ideología como totalidad. Ellos son:

a) la existencia de un programa o plan de acción;

b) tener como base un modelo explícito y sistemático de cómo fun­ciona la sociedad;

c) debe estar dirigido a su transformación radical, o a la recons­trucción de la realidad como un todo; y

d) ha de ser sostenido con más confianza que la dada por la eviden­cia de la teoría.

Para Geuss resulta evidente que la ausencia del tercer elemento es la que conduce al autor a sostener el fin de las ideologías, y podría aña­dirse que también el último, por cuanto la evidencia teórica sufre ine­vitablemente el descrédito de los sucesos políticos.

3 Nada más común en la historiografía del siglo XIX que la calificación del nacionalismo como ideología, o su empleo como síntesis de determina­ciones muy generales (la ideología de la Revolución Francesa, por ejemplo). En el caso cubano, el libro de Jorge Ibarra, Ideología mambisa (2da. edición, Col. Cocuyo, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1972), ofrece un brillante ejemplo de esta tendencia.

4 Lucien Goldmann las caracteriza como «el conjunto de aspiraciones, sentimientos e ideas que reúne a los miembros de un mismo grupo (frecuentemente, una clase social) y los opone a otros grupos». L. Goldmann: Le Dieu caché. Étude sur la vision tragique dans les Pensées de Pascal et dans le théatre de Racine, Gallimard, Paris, 1955, p. 26.

5 Este epígrafe no pretende examinar las múltiples respuestas al pro­blema, sino las aristas que, amén de ser típicas, contribuyen al esclare­cimiento de la cuestión que aquí se aborda, esto es, sujeto revolucio­nario e ideología. Para una consideración más detallada sobre este tema, ver M. del Pilar Díaz Castañón: «Ideología: encrucijada y pers­pectivas» (I), Machurrucutu, La Habana, 1990. Segunda Conferencia de Filósofos Cubanos y Norteamericanos.

6 Federico Engels: «Engels a Konrad Schmidt» (27 de octubre de 1890), en Obras escogidas, ed. cit., p. 723.

7 Momento en que se lanza la consigna «ciencia burguesa vs. ciencia proletaria», que sostenía el carácter directamente clasista de los des­cubrimientos científicos a partir de la filiación política de sus autores. Las conquistas de la ciencia burguesa eran idealistas y, por tanto, falsas y reaccionarias. Esta concepción, que tan caro costó al desarro­llo científico soviético en la genética, la computación, la lingüística y la propia filosofía, entre otros ámbitos, sobrevive hoy en las obras de los clásicos publicadas en la década del setenta y que son de amplia con­sulta entre el estudiantado universitario. Así, en la edición de Obras escogidas consultada para este trabajo, se señala en el «Índice de Materias»: «ideología (como concepción idealista de la realidad)», y refiere al lector a las cartas de Engels de los años noventa.

8 Raymond Geuss la incluye como antecedente natural de la «ideología en sentido peyorativo»; Norberto Bobbio intenta dar un sentido positi­vo a esta concepción que asume y reformula al distinguir entre la ideología «débil» y «fuerte», teniendo la segunda su origen en la noción marxista de falsa conciencia y su estrecha relación con el Estado. N. Bobbio y N. Mattuci (director): Dizionario di Politica, 2da. edizione, UTET, Torino, 1983, p. 512. En «Western European Influences on Cuban Revolutionary Thougth», Anthony Kapcia brinda una curiosa defini­ción de ideología, a su juicio adecuada a la revolución cubana, justa­mente porque excluye la noción marxista de falsa conciencia. El tex­to puede consultarse en A. Hennesy y G. Lambie (editores): The Frac­tures Blockade. West European-Cuban Relations during the Revolution, Macmillan Caribbean, London, 1993.

9 M. del Pilar Díaz Castañón: «Ideología: encrucijada y perspectivas» (I), ed. cit., epígrafe 1: «Marx y Engels: la paradoja de la falsa conciencia». Este trabajo se emplea como material de estudio en el curso «Ideología y Revolución» que la autora imparte en la Maestría de Historia.

10 Federico Engels: «Engels a Franz Mehring» (14 de julio de 1894), en Obras escogidas, ed. cit., p. 727.

11 «(…) toda ideología, una vez que surge, se desarrolla en conexión con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a su vez; de otro modo no sería una ideología, es decir, una labor sobre ideas conce­bidas como entidades con propia sustantividad, con un desarrollo in­dependiente y sometidas tan solo a sus leyes propias.

»Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones materiales de vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideoló­gico, son las que determinan, en última instancia, la marcha de este proceso, pues si no lo ignorasen, se habría acabado toda la ideología». Federico Engels: «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana», en Obras escogidas, ed. cit., p. 650.

12 Carlos Marx y Federico Engels: La ideología alemana, ed. cit., pp. 26, 39.

13 Ibídem, pp. 40, 260.

14 Ibídem, p. 460.

15 Ibídem, p. 40.

16 Ibídem.

17 Ibídem, p. 49.

18 Ibídem, p. 50.

19 Ibídem, p. 49.

20 Ibídem, p. 34.

21 Ibídem, p. 516.

22 Ibídem, p. 51.

23 Carlos Marx: Contribución a la Crítica de la Economía Política, ed. cit., pp. 12-13.

24 Carlos Marx: Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, ed. cit., pp. 31-32.

25 «En la producción material, en el verdadero proceso de vida so­cial —pues esto es el proceso de producción— se da exactamente la misma relación que en el terreno ideológico (…): la conversión del sujeto en objeto y viceversa». Carlos Marx: El Capital. Libro I, Cap. VI. Resultados del proceso inmediato de producción, 12ma. edición, Si­glo XXI, México, 1985, p. 19. En este texto, inédito durante decenios, amén del despliegue de la contradicción valor, Marx sitúa el funda­mento de la enajenación en el proceso de valorización. Ibídem, p. 18. Aquí se aprecia más claramente el proceso de enajenación que en El capital mismo, pues si bien en este Marx determina la contradictoriedad del despliegue de «M» en «D», etc., estableciendo en el capítulo II, Sección I, el distanciamiento propietario-producto luego de haberlo expuesto como productor-producto, ya cuando se llega al proceso de valorización se ha descrito el fetichismo, y este se suele identificar con la enajenación. Ciertamente, el sujeto percibe relaciones entre cosas que realmente son entre personas, pero esto es solo parte del proble­ma: enajenación significa, sobre todo, enajenación de sí mismo, con­versión del sujeto en objeto = mercancía = fuerza de trabajo en el proceso de valorización del valor, que crea todo el mundo de las rela­ciones sociales enajenadas y le impide apropiarse totalmente de la realidad, salvo mediante la síntesis fantasmal que el propio proceso productivo genera.

26 «Se sirven recíprocamente de medio y mediación. (…) existe entre la una y el otro un movimiento de reciprocidad que los hace aparecer como indispensables entre sí, aunque permanecen recíprocamente externos». Carlos Marx: Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, ed. cit., t. I, p. 31.

27 Carlos Marx: Crítica del derecho político hegeliano, ed. cit., p. 26.

28 Como casi siempre, la Revolución Francesa puede servir para ilustrar este punto. Pese al proyecto de imponer en la etapa jacobina un traje para el sans-culotte, es decir, para diferenciar al pueblo revolucionario de nobles y «contras», el intento no prosperó, aún cuando los distintos Departamentos enviaron sus propuestas a la Asamblea, y estas fueron publicadas y ampliamente discutidas en la prensa: los modelos pro­puestos eran, por la calidad y complejidad de sus materiales, más adecuados para un aristócrata indolente que para un burgués indus­trioso. La moda de la «sencillez moral» —que no impidió a burgueses y sans-culottes seguir distinguiéndose netamente por la calidad y nove­dad de sus ropas— murió con Termidor, y el Imperio resucita la ele­gancia y formato del viejo Versalles con público beneplácito: era impo­sible una Corte sin la representación tradicional. En el caso de los Estados Unidos, el Padre de la Patria era llamado «lord Washington» por sus contemporáneos, que no concebían título más elevado. Los protagonistas de la joven revolución cubana no vieron inconveniente alguno en asistir a las Fiestas del Mar en el aún selecto Country Club. Los «revolucionarios del 2 de enero» vistieron de verde olivo y barbas postizas…, comprados en El Encanto.

29 La hipóstasis romántica de los rasgos característicos del héroe revolu­cionario ha sido típica de todos los procesos subversivos. Al estereoti­po moral en cuestión —honradez, intransigencia, patriotismo— se añaden símbolos externos que devienen atributos, como el gorro frigio en la Revolución Francesa, la cazadora de cuero en la Revolución Rusa o las barbas en la joven Revolución Cubana.

30 Con la Revolución Francesa surge el prototipo del «hombre nuevo», encarnación de todas las virtudes que se definen por oposición a los vicios aristócratas. De una tímida glorificación del «buen pueblo» se pasa en la etapa jacobina a la exaltación de las virtudes morales de lo que Saint-Just definía como «la clase inmensa del pobre», que suma a las bondades roussonianas la intransigencia, severidad y honestidad que han de caracterizar a todo revolucionario francés. (Ver M. Bouloiseau: La république jacobine. 10 août-9 thermidor an II, Série Nouvelle Histoire de la France Contemporaine, 2, Éditions du Seuil, Paris, 1972, p. 9). Sin embargo, a diferencia de procesos subversivos ulteriores, el iniciado en 1789 no se propone la formación del hombre nuevo, sino asume su existencia. Pero a semejanza de todos ellos, se impone la misión de extirpar cualquier rasgo incompatible con el este­reotipo propuesto. Parte de la magia de las formas ideológicas radica en el modo en que el protagonista asume conscientemente tal papel.

31 Así, la clase triunfante, adalid de la verdad histórica, había de nacer virgen de error. Poseedora automática de todas las virtudes, merced al modo de producción que representa, no puede conservar actitudes hijas de la sociedad anterior en la que después de todo se formó: tales conductas eran interpretadas como rezagos del pasado que habían de ser superados. Desde luego, tal exigencia de perfectibilidad es típica de todos los procesos subversivos, que necesariamente glorifican a sus protagonistas. Sin embargo, ya desde principios del siglo XX, la comunidad de tradiciones, hábitos y sentimiento nacional habían mos­trado su poder cuando los delegados socialistas alemanes votaron a favor de la guerra.

32 Como en lo referente a la relación sujeto-objeto. Una de las mayores dificultades en la explicación de las Tesis sobre Feuerbach residía en la comprensión real del «lado activo» indicado por Marx como conquis­ta del idealismo en la interpretación del sujeto social.

33 Desde luego, el triste panorama arriba esbozado no excluye la labor seria y reflexiva de brillantes especialistas soviéticos, cuyas contribu­ciones resultan, aún hoy, de extraordinario valor. Especial lugar ocu­pan las obras de E. V. Ilienkov, cuyo lúcido análisis de la historia de la filosofía en mucho contribuyó a suscitar interesantes polémicas acer­ca de la especificidad del pensamiento filosófico. No obstante, tales aportes aislados —amén de otros, cuya publicación se impidió en la época y que solo ahora empiezan a divulgarse— no lograron cambiar el pedestre estilo de trabajo existente.

34 Louis Althusser salta a la palestra filosófica con Montesquieu, la politique et l’histoire (Presses Universitaires de France, PUF, Paris, 1959), texto realizado por encargo del Partido Comunista de Francés.

35 Para un análisis detallado de la obra althusseriana y su periodización, véase M. del Pilar Díaz Castañón: «Louis Althusser: mito y realidad», ed. cit.

36 Louis Althusser: Por Marx, Edición Revolucionaria, La Habana, 1966, pp. 21-27.

37 Ibídem, pp. 77-106.

38 Ibídem, pp. 58 y ss.

39 Louis Althusser: Réponse à John Lewis, Maspéro, Paris, 1973, p. 51.

40 Si bien la identificación ideología = error subsiste en las tres etapas de su obra, se impone distinguir que si en la primera brota de un error inherente al idealismo filosófico como tendencia, en la segunda brota de la propia estructura cognoscitiva, filosófica o no, y solo en la etapa aquí aludida intentará establecer su «existencia material». Louis Althusser: «Idéologie et appareils idéologiques d’Etat (notes pour une recherche)», en revue La Pensée, no. 151, 168 Rue de Temple, Paris III, juin 1970, p. 24. Ello no impide que al fijar su fundamento en la contra­dicción fuerzas productivas-relaciones de producción reproduzca la maniquea división ideología dominante-dominada, siendo la primera expresión directa de la clase que controla la propiedad, esto es, las relaciones de producción. Así, la ideología se reproduce a la vez que la fuerza de trabajo, y, como ideología dominante fijada en la superes­tructura, cohesiona y controla el quehacer del individuo en el todo social.

41 Ibídem.

42 Este simpático quid pro quo tiene su origen en las alquimias verbales del marxista británico, John Lewis, quien acusa al pensador francés de ignorar las leyes de la historia, produciendo al hacerlo una de las versiones más esquemáticas de una época que ya lo era bastante.

43 Louis Althusser: «Idéologie et appareils idéologiques d’État (notes pour une recherche)», ed. cit, p. 24. Esta definición revela la huella lacaniana en el filósofo francés, muy evidente desde su primera etapa, en la que se expresaba en conceptos tales como superdeterminación y lectu­ra sintomal. Louis Althusser: «Freud et Lacan», en revue La nouvelle critique, no. 161-162, Paris, décembre 1964-janvier 1965.

44 Louis Althusser: «Idéologie et appareils idéologiques d’État (note pour une recherche)», ed. cit., p. 31.

45 Vale aclarar que este autor confía en la vitalidad de la ideología proleta­ria, a la que adscribe la capacidad de anticipar los aparatos ideológicos de la transición socialista y contribuir, por ese medio, a «la supresión del Estado y la supresión de los aparatos ideológicos del Estado en el comunismo». Louis Althusser: «Notas sobre los AIE» (diciembre de 1976), en Nuevos escritos, Laia, Barcelona, l978, p. 105. Sin embargo, tal tesis queda solo como indicación, que desde otras premisas sería retomada en su última etapa.

46 Estas tesis se desarrollan en Leer El Capital, la segunda obra más famosa de la primera etapa de este autor. Louis Althusser: Leer El Capital, Edición Revolucionaria, La Habana, 1966, 2 t.

47 P. Vilar y otros: Dialectique marxiste et pensée structurale: à propos des travaux d’Althusser, Maspéro, Paris, 1986.

48 Y retomada luego para abarcar al grupo de filósofos franceses que con su obra se alza contra el sujeto racionalista del cogito. Así, Michel Foucault reconocía formar parte de «los llamados estructuralistas que no lo eran», en compañía de Lacan y Althusser. «Entretien avec Michel Foucault», en M. Foucault: Dits et écrits. 1954-1988 (Édition établie sous la direction de Daniel Defert et Frangois Ewald, avec la collaboration de Jacques Lagrange), Gallimard, Paris, 1994, t. IV (1980-1988), p. 52.

49 Lógicamente, Febvre criticaba la labor de los historiadores de la filoso­fía: «De todos los trabajadores que ostentan, de modo explícito o no, el calificativo genérico de historiadores, no hay quienes a nuestros ojos no lo justifiquen de algún modo, salvo, y con mucha frecuencia, quie­nes se dedican a repensar por su cuenta sistemas a veces viejos de muchos siglos, sin tomarse la molestia de establecer la relación entre las demás manifestaciones de la época que las vio nacer. Así hacen, exactamente, todo lo contrario de lo que exige el método del historia­dor». Sin embargo, valoró altamente la obra de Étienne Gilson. L. Febvre : «Leur histoire et la notre», en Annales d’histoire économique et sociale (1928). Citado por Roger Chartier: Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétudes, Bibliothèque Albin Michel, Histoire, Édition Albin Michel, S. A., Paris, 1998, p. 32.

50 Las obras de este conocido historiador francés (ver Bibliografía) han contribuido sustancialmente a la difusión de la llamada «historia de las mentalidades» siendo La mentalidad revolucionaria la más conoci­da en América Latina. Es también quien más se ha preocupado por precisar la noción de mentalidad.

51 M. Vovelle: Idéologies et Mentalités (Édition revue et augmentée), Maspéro, Paris, 1982, p. 14.

52 Alain Boureau: «Proposiciones para una historia limitada de las men­talidades», en Colectivo de autores: La Historia y el oficio del histo­riador, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1996, p. 152.

53 M. Vovelle: Idéologie et Mentalités, ed. cit., p. 15.

54 Histoire des mentalités: étude des médiations et du rapport dialectique entre les conditions objectives de vie des hommes et la faҫon dont ils se la racontent, et même dont ils la vivent. Ibídem, p. 25.

55 Louis Althusser: «Idéologie et appareils idéologiques d’État (notes pour une recherché», ed. cit., p. 24.

56 Carlos Marx: Crítica del derecho político hegeliano, ed. cit., p. 14.

57 M. Vovelle: Idéologie et Mentalités, ed. cit., p. 21.

58 Vovelle utiliza como ejemplo la palmaria hegemonía de la aristocracia provinciana en defensa de las Luces y los intereses burgueses, lo que motivó la aparición de la «teoría de las élites» para explicar tal fenó­meno.

59 M. Vovelle: «La Mentalité révolutionnaire», en Separata de Revista de História das Idéias, vol. 9, Faculdade de Letras, Coimbra, 1987, p. 425.

60 Ibídem, p. 436.

61 Incluso, el cancionero popular atribuía a las Luces la responsabilidad de la subversión: j’étais tombé par terre, c’est la faute à Voltaire; la nez dans le ruisseau, c’est la faute à Rousseau.

62 G. Lefebvre: La Grande Peur de 1789. Suivi de Les Foules Révolutionnaires (Présentation de Jacques Revel), Armand Colin, Paris, 1988. Brillante ejemplo de análisis de la mentalidad colectiva avant la lettre, muestra no solo cuán reales pueden ser los efectos de temores imagi­narios, sino también la falsía de las expectativas que los suscitan.