El dinero y el objeto del deseo*

Bolívar Echeverría

Le mystère, le regret sont aussi des caractères du Beau.

Baudelaire

Llegada la estación del año más favorable para la reproducción de la vida, al animal se le abre el apetito sexual, va hacia donde su olfa­to le indica con más intensidad la presencia de un ejemplar del sexo opuesto, vence las interferencias de otros instintos disfuncionales, procede a ejecutar el acto de apareamiento y, una vez que lo ha concluido, se retira —«animal triste»— sin mayores consecuencias. No es del todo diferente lo que sucede con los humanos. Aunque en su caso sean menos imperiosas y delimitantes, la tiranía del ciclo anual y la obsesión por el sexo opuesto prevalecen también entre ellos, a veces imperceptiblemente; aunque esté corregido por el sen­tido de la vista, también entre ellos el olfato domina secretamente en la detección del partenaire adecuado; y aunque los juegos de aproximación de los que van a juntarse sean entre ellos complica­dos y ceremoniosos, consisten de todas maneras en un vaivén des­tinado a acoplar los instintos de agresión con los de entrega.

De hecho, en cosas del sexo, la diferencia del ser humano respec­to del simplemente animal no pasa de ser una diferencia de matiz: relativiza la sujeción al ritmo de la naturaleza, hace excepciones en la exclusión del homosexual, condiciona el appeal olfativo al atrac­tivo visual, transforma en juego la seriedad del forcejeo instintivo. Modificaciones todas que, en su conjunto, no son otra cosa que una diferencia formal. Se trata, sin embargo, de una diferencia de forma que es muy especial; de aquella en la que Heidegger y Sartre nos enseñaron a ver todo un «abismo ontológico». Una diferencia que puede ser un desquiciamiento insignificante del orden univer­sal, pero que es suficiente para que dentro de él se despliegue una dimensión autónoma del ser: la de la existencia humana. Una dife­rencia a la que, viéndola en lo que tiene de ruptura y afirmación, ellos insistieron en llamar «libertad».

Leído como si fuera un texto propio de la sexualidad puramente animal, el de la sexualidad humana parece un texto deforme o mons­truoso: fallido o aberrante. Es como si en el texto de la sexualidad humana el de la animalidad simple estuviera invadido por una gramática diferente, que convierte a la suya en un mero soporte; que le hace decir cosas incoherentes, hablar en una lengua que lo rebasa. El texto de la sexualidad humana se escribe en un código incomprensible para el animal: el código del eros. En la sexualidad humana, a la que se puede llamar eros o amor-pasión, la ley de la sexualidad animal se encuentra vigente; pero solo lo está en tanto que penetrada y sometida por la norma de una relación afectiva interindividual puramente humana, a la que se puede llamar filia o amor-afición.

Trans-natural, es decir, natural y anti-natural a la vez, la sexuali­dad humana se desenvuelve siempre de una manera que, para un animal puro, sería monstruosa o perversa. El por qué, el para qué, el con quién, el cuándo y el cómo del acto de la cópula —el más elemental, directo y transparente de los actos animales— se con­vierten dentro de la sexualidad humana en otros tantos motivos de significación, lugares en donde se compone todo un mensaje com­plejo cuya comunicación efectiva se antepone en calidad de condi­ción sine qua non a la realización misma de ese acto. En la cópula humana, la dimensión del drama animal de la reproducción de la vida se encuentra mediada, es decir, posibilitada y conformada por otra dimensión, que la trasciende: la del drama en donde se juega la donación recíproca de identidad entre los individuos concretos. Los seres humanos reniegan del sentido natural que tiene su apa­reamiento; lo dejan como simple pre-texto de un sentido puramen­te social cuyo acontecer persiguen rebuscadamente por encima de la satisfacción instintiva. La experiencia sexual se vuelve apasiona­da o erótica porque dentro de ella trabaja una afectividad de orden puramente «espiritual», la afición como fascinación o encantamiento por el otro, por el semejante.

Richard von Krafft-Ebing ya no es un autor actual. Sin embar­go, su perspectiva moderna de aproximación al estudio de la sexua­lidad humana lo sigue siendo. Perspectiva naturalista, no distingue en el ser humano ninguna diferencia ontológica con el animal; para ella, el hombre, suma de espíritu de empresa y cuerpo productivo, tiene el mismo modo de ser del animal, solo que perfeccionado. Las peculiaridades de la sexualidad humana, que no pueden escapar al taxonomismo del saber permitido por ella, quedan clasificadas como anomalías o anormalidades respecto de la regla o norma que ofrece la sexualidad animal. En la Psychopathia sexualis (1886) de Krafft-Ebing, todas las «desviaciones» que podrían ser el orgullo de la sexualidad humana merecen subtítulos clínicos, como lo son: anesthesias, hyperesthesias, paradoxias y paresthesias. Entre estas últi­mas, paresthesias o perversiones, junto al «sadismo», al «masoquis­mo» y al homosexualismo, se halla consignado el «fetichismo». Fe­tichismo es el nombre que le sirve al discurso moderno para nombrar y al mismo tiempo callarles decir, para indicar y al mismo tiempo clausurar una tematización posible del erotismo como configuración específicamente humana de la sexualidad.

El término «fetichismo» —término propio del antioscurantismo de la Ilustración— lo eligió Alfred Binet en 1887 (Le fétichisme dans l’amour) para referirse a aquella alteración del comportamiento sexual que desvía a la excitación y la satisfacción genitales, apartándolas de su objeto natural y dirigiéndolas hacia las condiciones, los testigos o los accesorios del mismo. Su elección terminológica quería únicamente subrayar la similitud de tal desviación con la idolatría, esto es, con la adoración de las cosas representantes en lugar del dios repre­sentado por ellas. No pretendía sugerir ninguna vinculación profun­da entre lo sagrado y lo erótico; tampoco tenía la intención de entrar en ninguna complicidad con Marx, quien —ironizando sobre el triunfo de las Luces en el mundo moderno— había también adopta­do la palabra «fetichismo» en su crítica de la economía política. La asociación se da sin embargo de manera espontánea, atravesando la casualidad del nombre común; algo conecta entre sí, de manera más o menos secreta, a estas tres necesidades de fetichismo: primera, la de incluir en el campo instrumental del trabajo y el disfrute humanos ciertos objetos sagrados, cuya efectividad mágica o sobrenatural debe garantizar la armonía o naturalidad productiva de los demás; segun­da, la de incluir en el escenario del acto sexual un conjunto de condicio­nes sin las cuales el objeto del deseo no puede constituirse efectivamen­te como tal; y tercera, la de incluir en la constitución de las relaciones sociales concretas una mediación indispensable de orden económi­co abstracto. La perfección técnica del campo instrumental, la hermo­sura del objeto erótico, la figura dineraria de la valía personal; se trata de tres «fetiches» de diferente orden, pero semejantes en su función y oscuramente conectados entre sí.

Lo que sigue no pretende otra cosa que insistir en la similitud y en el parentesco funcional de estas tres versiones del «fetichismo» y entresacar de la imagen teórica del dinero esbozada por Marx cier­tos aspectos que pueden echar algo de luz sobre la densidad de la vida cotidiana moderna.

¿En que se parecen el «fetiche» económico, que solo se vuelve dominante en el Occidente moderno, con el fetiche sagrado y el «fetiche» erótico, cuyo dominio es arcaico? En que también él, desde su campo y a su manera, es condición, testigo y accesorio de un sacri­ficio indispensable para la reproducción de la forma peculiar en que la humanidad existe actualmente.

Los fetiches arcaicos son objetos sagrados, en oposición a los demás, los objetos profanos, porque su presencia práctica y común se encuentra asociada, sea por representación (metafóricamente) o por herencia (metonímicamente) con el acontecimiento originario de la humanización. A la vez «numinosos» y «religiosos», los fetiches arcaicos son actos, palabras y cosas en los que perduran dos pactos de fundación: primero, el pacto de una forma concreta de humani­zación con lo Otro o lo que escapa a la dimensión de lo humano; y segundo, el pacto de una figura identificada de organización social con la socialidad puramente gregaria de la vida animal. Dos actos de fundación que son también las dos caras de un mismo sacrifi­cio: la mutilación y represión de todo lo que obstaculiza una deter­minada construcción humana de la naturaleza (del cuerpo colecti­vo y del territorio en donde vive) y la mutilación y represión de todo lo que impugna una determinada forma cultural de la sociali­dad. Por esta razón, por ser testigos y representantes de un sacrifi­cio, los fetiches arcaicos necesitan de tiempos y lugares ceremonia­les para desplegar su presencia.

El fetiche erótico no está solo conectado con el fetiche arcaico; es una de sus modalidades particulares más genuinas. En él tam­bién, el sacrificio de toda una serie de cualidades presentes en el objeto del apetito sexual está al servicio de la potenciación de otras a las que se les adjudica el carácter de necesarias para la reproduc­ción de una cierta imagen, identificada culturalmente, de la vida y de la sociedad. La «hermosura» es una especie de sacralización de un conjunto de características que el ser humano experimenta, de manera distinta en cada caso, como condiciones para la constitu­ción misma de la unidad del objeto del deseo y su contorno. A nadie escapa el carácter ceremonial que tiene el acto de amor.

La conexión que sí es necesario explorar es la del fetiche económi­co con estos fetiches arcaicos.1 El tema no es nuevo y mucha clari­dad han puesto en él obras como La filosofía del dinero de Georg Simmel y La máscara mortuoria de Dios de Joachim Schacht o investi­gaciones en proceso, sean culturalistas, como las de Marc Shell, o integradoras de la aproximación marxista con la psicoanalítica, co­mo las de Ernest Bornemann, Jean-Joseph Goux o Horst Kurnitzky.

¿Cuál es la razón de que la presencia del dinero como fetiche se encuentre permeada —penetrada y ocupada— de erotismo? ¿Por qué el dinero, al cumplir su función re-socializadora de los indivi­duos como propietarios privados, adopta en mayor o menor medi­da la función que es propia del fetiche erótico? Esta es la pregunta de la que parten; pregunta que tiene en cuenta al dinero como un objeto dotado ya de su propio fetichismo; como un fenómeno que no se agota en su tematización como simple cúmulo de valores abs­tractos (tematización que es propia de quienes conducen a la teoría psicoanalítica a buscar la clave del fetichismo dinerario en el proble­ma del erotismo anal). Las diferentes respuestas que dichos autores dan a la pregunta común caminan sin embargo juntas durante un trecho que podría resumirse de esta manera.

El dinero es el instrumento del más reciente de los sacrificios funda­dores de la socialidad humana; un sacrificio que comienza en la época clásica de las sociedades del Mar Mediterráneo, pero que pertenece propiamente a la modernidad. Se trata del sacrificio que los seres hu­manos se ven obligados a hacer cuando el desarrollo de la técnica les plantea el reto de construir una sociedad humana universal. Sacrifi­can una forma de existencia en la que cada uno de ellos es, sin me­diación alguna, un individuo concreto, en bien de otra forma de exis­tencia en la que la individualidad concreta debe constituirse a través de una individualidad abstracta. La concreción arcaica de la indivi­dualidad solo puede existir en virtud de una autolimitación estricta de las formas culturales; de una afirmación de la humanidad propia en contraposición a la inhumanidad de los otros. Al sacrificar esta concreción limitante en beneficio de una abstracción universalista, la modernidad debe poner al mercado en el lugar que antes ocupa­ba la comunidad constituida; debe entregar al juego de los intercambios mercantiles la reconstrucción de la concreción de la vida cotidia­na; debe mirar cómo es el flujo del dinero el que quita y otorga perso­nalidad al individuo social.

El fetichismo del dinero es una variante del fetichismo de la mer­cancía. La mercancía es un fetiche moderno porque, además de co­nectar entre sí las dos fases de la reproducción de la riqueza —la producción o trabajo y el consumo o disfrute—, cumple la fun­ción, para ella «sobrenatural», de re-socializar o de conectar entre sí a quienes reproducen en términos privados esa riqueza, es decir, en independencia o aislamiento los unos de los otros.

La propiedad mercantil puede existir en manos de su propietario como una propiedad «valente» o activa, cuyo valor pretende realizarse ofreciendo a cualquiera el valor de uso que lo acompaña, pero puede existir también como una propiedad «equi-valente» o pasiva, cuyo valor se resiste a ceder ante el acoso de la demanda que llega por todas partes del valor de uso al que acompaña. La propiedad en estado equi-valente o pasivo es el dinero. Su dueño es poderoso; al estar en capacidad de rechazar o aceptar la oferta de mercancías que se le hace a cambio de la suya, puede al mismo tiempo decidir si el dueño de la mercancía que se vende va a poder afirmarse o no social­mente, si puede acceder o no a la categoría de persona.

Si en la sociedad humana el contacto de los cuerpos, y con él la posibilidad de la satisfacción erótica, depende de la existencia del individuo en calidad de persona, es decir, dotado de una identidad diferencial, entonces el dinero, mediación moderna de la persona­lidad, se encuentra sin duda en una complicidad secreta con el fetiche erótico: absorbe algo del atractivo animal que hay en la «hermosura» del cuerpo del amor, al mismo tiempo que añade un nuevo encan­to a esa «hermosura», le contagia la capacidad de otorgar identidad al amante que la persigue. El dinero aporta una segunda capa de oscuridad al de por sí ya «obscuro objeto del deseo».

Notas

(*) Texto tomado del capítulo de Las ilusiones de la modernidad. Ensayos (pp. 75-81). UNAM/El Equilibrista, 1997.

(1) Véase del autor, «Apéndice sobre el fetichismo», en El discurso crítico de Marx. Ediciones Era, 1987.