Campos emocionales, habitus emocional*

Eva Illouz

Traducción de Joaquín Ibarburu.

Todos esos actores diferentes convergieron en la crea­ción de un campo de acción en el que la salud mental y emocional es la principal mercancía en circulación. Todos contribuyeron a la emergencia de lo que llamo un campo emocional, es decir, una esfera de la vida social en la que el Estado, la academia, distintos seg­mentos de las industrias culturales, grupos de profe­sionales acreditados por el Estado y la universidad, el gran mercado de medicamentos y la cultura popular, coincidieron para crear un campo de acción y discurso con sus propias reglas, objetos y límites. La rivalidad entre distintas escuelas de psicología, o la rivalidad en­tre psiquiatría y psicología, no debe ocultar el hecho de que en última instancia están de acuerdo en definir la vida emocional como necesitada de dirección y control y en regularla según el ideal de salud en constante expan­sión. Muchos actores sociales e institucionales compi­ten entre sí por definir la autorrealización, la salud o la patología, con lo que la salud emocional se convierte en una nueva mercancía que se hace circular y se reci­cla en lugares económicos y sociales que adoptan la forma de un campo. La narrativa del sufrimiento debe­ría considerarse el resultado de la extraordinaria con­vergencia entre los diferentes actores ubicados en el campo de la salud mental.

Los campos, nos dice Bourdieu, se mantienen me­diante el mecanismo del habitus o «el mecanismo estructurador que opera desde el interior de los agentes».1 Los campos emocionales no solo trabajan por medio de la construcción y la expansión del ámbito de lo patológico y mercantilizando el ámbito de la salud emocional, sino también a través de la regulación del acceso a nuevas formas de competencia social que llamaré competencia emocional. De la misma manera que los campos cul­turales están estructurados por la competencia cultu­ral —la capacidad de relacionar artefactos culturales de manera tal de indicar una familiaridad con la cultura elevada que sanciona la clase alta—, los campos emo­cionales están regulados por la competencia emocional, o la capacidad de desplegar un estilo emocional que defi­nen e impulsan los psicólogos.

Al igual que la competencia cultural, la compe­tencia emocional puede traducirse en un beneficio social, como progreso profesional o capital social. De hecho, para que una forma particular de conducta cultural se convierta en un capital, debe ser conver­tible a beneficios económicos y sociales; debe poder convertírsela en algo que los agentes puedan usar en un campo, que les dé un derecho de acceso, que los descalifique o que los ayude a obtener lo que está en juego en ese campo.2 Incluso más que las formas tra­dicionales del capital cultural —tales como la degus­tación del vino o la familiaridad con la cultura ele­vada—, el capital emocional parece movilizar los aspectos menos reflexivos del habitus. Reviste la forma de «disposiciones mentales y corporales perdurables» y es la parte más «corporeizada» de la forma corporeizada del capital cultural.3

En el contexto estadounidense, la competencia emo­cional está más formalizada en el ámbito laboral, y sobre todo en los tests de personalidad que se institu­yeron para contratar personal en las empresas. Los tests de personalidad son a las emociones lo que los exáme­nes académicos al capital cultural, es decir, una manera de sancionar, legitimar y autorizar un estilo emocio­nal específico, el cual, a su vez, fue conformado por la corriente psicoanalítica. Como señalan Betz y Walsh, dos especialistas en estudios de la personalidad, «los conceptos psicoanalíticos y el propio psicoanálisis tuvieron un profundo efecto en el proceso de evalua­ción».4 En otras palabras, a pesar de que el espíritu imperante en los tests de personalidad parece estar muy lejos del psicoanálisis, los conceptos psicoanalíticos tuvieron un papel importante en la configuración de las evaluaciones emocionales y de la personalidad como herramientas para reclutar y evaluar el desempeño laboral. La conducta emocional pasó a ser tan impor­tante en el comportamiento económico que cuando el concepto de inteligencia emocional surgió, en la década de 1990, entró de lleno en la empresa estadounidense. Fue un periodista con formación en psicología clínica, Daniel Goleman, quien, con un libro titulado La inte­ligencia emocional, contribuyó a formalizar lo que se había estado gestando en el transcurso del siglo XX: la creación de instrumentos formales de clasificación de la conducta emocional y la elaboración del concep­to de competencia emocional. Si ese libro práctica­mente bastó para convertir el concepto de inteligencia emocional en una idea central de la cultura estadouni­dense de la noche a la mañana, fue porque la psicolo­gía clínica ya había incorporado y naturalizado la idea de que la competencia emocional era un atributo cru­cial del yo maduro. La inteligencia emocional «es un tipo de inteligencia social que comprende la capacidad de controlar las emociones propias y ajenas, de hacer distinciones entre las mismas y de usar la información para guiar los actos y los pensamientos propios».5 La inteligencia emocional comprende habilidades que pueden clasificarse en cinco categorías: conciencia de sí, control de las emociones, motivación personal, empatía, manejo de las relaciones. Por medio del con­cepto de inteligencia emocional, ahora se podían medir las propiedades de un mundo social y cultural que los psicólogos habían transformado a fondo, creando así nuevas formas de clasificar a las personas.

Al igual que la noción de CI, la inteligencia emocio­nal es un instrumento de clasificación6 que permite estratificar a los grupos sociales en función de los roles organizacionales, el progreso y las responsabilida­des, Así como el CI servía para clasificar a las personas en el ejército y en el ámbito laboral de modo tal de aumentar la productividad, la IE pronto se convirtió en una manera de clasificar a los trabajadores produc­tivos y menos productivos, esta vez según sus habili­dades emocionales y no según las cognitivas. La IE se transformó en un instrumento de clasificación en el ámbito laboral y se la usó para controlar, predecir y mejorar el desempeño. De esa manera, el concepto de inteligencia emocional lleva el proceso de conmen­suración de las emociones (analizado en la primera conferencia) a su máximo objetivo y las convierte en categorías que pueden jerarquizarse, clasificarse y cuantificarse. Por ejemplo, el autor de un artículo empresario señala:

Se evaluó a los socios experimentados de una firma consultora multinacional sobre la base de las com­petencias de IE y otras tres. Los que obtuvieron un puntaje por encima del promedio en nueve o más de las veinte competencias generaron ganancias 1,2 millones de dólares superiores a las de los otros socios, lo que constituye una ventaja del 139%.7

De la misma manera que el aumento de credenciales se vio acompañado de nuevas formas e instrumentos de clasificación en torno del concepto de inteligencia (lo que dio lugar al famoso CI, que, a su vez, sirve para clasificar y jerarquizar diferentes posiciones sociales), el capitalismo emocional que describo da lugar al con­cepto de inteligencia emocional e introduce nuevas formas de clasificación y distinción. Al convertir la per­sonalidad y las emociones en nuevas formas de clasi­ficación social, los psicólogos no solo contribuyeron a hacer del estilo emocional una divisa social —un capi­tal—, sino que también articularon un nuevo lenguaje de personalidad para obtener ese capital. Por ejemplo:

En L’Oreal, los agentes de ventas seleccionados sobre la base de determinadas competencias emocionales superaban en mucho a los vendedores seleccionados por medio del procedimiento de selección ante­rior de la  empresa. En el lapso de un año, los vende­dores seleccionados según la competencia emocional vendieron 91 370 dólares más que los otros vendedores y generaron un aumento neto de ganancias de 2 558 360 dólares. Los vendedores seleccionados según la competencia emocional también tuvieron una rota­ción un 63% inferior durante el primer año que aqué­llos seleccionados con el método tradicional.8

El ejemplo no solo es elocuente porque demuestra que la competencia emocional se convirtió de hecho en un criterio formal para el reclutamiento y el ascenso de personas en el ámbito laboral, sino también porque confirma que las formas emocionales de capital pue­den convertirse en formas monetarias.

La inteligencia emocional no solo es el tipo de com­petencia necesaria en una economía en la que la repre­sentación del yo es crucial para el desempeño econó­mico, sino que también es el resultado del proceso de intensa profesionalización de los psicólogos, que his­tóricamente tuvieron un éxito extraordinario en lo relativo a proclamar el monopolio de la definición y las reglas de la vida emocional, y que establecieron así nuevos criterios para manejar y cuantificar la vida emo­cional. Tener inteligencia emocional pasó a ser prerro­gativa de una clase profesional responsable del manejo de las emociones —sobre todo de las nuevas clases medias—, y ser competente en términos emocionales consiste en dar muestras de las habilidades emociona­les y cognitivas en las cuales los psicólogos clínicos son los virtuosos. La inteligencia emocional refleja especialmente bien el estilo emocional y la disposición de las nuevas clases medias que están ubicadas en pues­tos intermedios, es decir, que controlan y son contro­ladas, cuyas profesiones exigen un cuidadoso manejo del yo, que dependen del trabajo en equipo y que deben usar su yo de manera creativa y productiva. La inteli­gencia emocional es entonces una forma de habitus que permite la adquisición de una forma de capital situada en la articulación entre capital cultural y social. Es cultural porque, como sugirió Bourdieu (sin teori­zarlo), los modos y códigos de evaluación cultural tie­nen una tonalidad o un estilo emocional (como cuando Bourdieu se refiere a «indiferencia» o a «identifica­ción participatoria»). El propio estilo y las propias acti­tudes emocionales, al igual que el gusto cultural, defi­nen la identidad social.9 Es social porque las emociones son el elemento que constituye las interacciones socia­les y las transforma. Si el capital cultural es crucial como señal de estatus, el estilo emocional es crucial para la forma en que las personas adquieren redes, tanto fuer­tes como débiles, y construyen lo que los sociólogos llaman capital social, es decir, los modos en que las rela­ciones personales se convierten en formas de capital, tales como progreso en la carrera o aumento de la riqueza.10 Ese capital adquirió especial prominencia en una forma de capitalismo que puede caracterizarse, según la expresión de Luc Boltanski, como «conexionista». Según señala, en el capitalismo conexionista, el habitus de clase de las clases dominantes ya no puede depender de su propia intuición. Ese habitus tiene que saber cómo establecer relaciones entre personas que es­tán lejos de sí, no solo en el plano geográfico sino tam­bién en el social.11

Notas

(*) Texto tomado del capítulo «Sufrimiento, campos emocionales y capital emocional» del libro Intimidades congeladas. Las emociones en el capitalismo (pp. 138-147). Katz Editores, 2007.

(1)  Bourdieu, Pierre y Loїc Wacquant, An invitation to reflexive sociology, Chicago, University of Chicago Press, 1992 [trad. esp.: Una invitación a la sociología reflexiva, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005].

(2) Bourdieu, Pierre, La distincion: Critique sociale du jugement, París, Éditions de Minuit, 1979 [trad. esp.: La distinción: criterios y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 1998].

(3) Bourdieu, Pierre, «The forms of capital», en John G. Richardson (ed.), Handbook of theory and research for the sociology of education, Nueva York, Greenwood Press, 1986, pp. 241-258, la cita en p. 243.

(4) Walsh, Bruce y Nancy Betz, Tests and assessments, Englewood Cliffs, NJ, Prentice Hall, 1985, p. 110.

(5) Véase Mayer, J. D. y P. Salovey, «The intelligence of emotional intelligence» Intelligence, 17,1993, pp. 433-442, la cita en p. 433; véase también Salovey, Peter y John D. Mayer, «Emotional intelligence», Imagination, cognition, and personality, 9,1990, pp. 185-211.

(6) Fass, Paula S., «The IQ: A cultural and historical framework», American Journal of Education, 4, 1980, pp. 431-458.

(7) Cherniss, Cary, «The business case for emotional intelligence».

(8) <http: //www.managementconnection.com/resilience_ei_business_case.html>.

(9) Sin embargo, en la medida en que el capital cultural, por lo menos en el sentido de Bourdieu, significa acceso a un corpus establecido de creaciones artísticas identificadas como «cultura elevada», la inteligencia emocional no califica como subespecie de capital cultural.

(10) Portes, Alejandro, «Social capital: Its origins and applications in modern sociology», Annual Review of Sociology, 24,1998, pp. 1-24.

(11) Boltanski, Luc y Eve Chapiello, Le nouvel esprit du capitalisme, París, Gallimard, 1999, p. 176.