Almacenar datos supone olvidarlos*

Manfred Osten

Traducción de Miguel Ángel Vega

En su análisis del «carácter olvidadizo del presente», Wolfgang Hagen acentúa que sobre todo la prensa, la radio y la televisión no se orientan hacia la durabilidad del almacenamiento de datos. Con ello llega a la siguiente consecuencia: «La orientación del presen­te hacia una tecnología de la comunicación mecánica y electróni­ca de la prensa, basada en la estimulación del consumo individual, conlleva una indiferencia frente al pasado que nos hace ciegos frente al futuro».1 Al mismo tiempo, Hagen admite «que no se pueden pronosticar los ulteriores efectos de la convergencia de los medios en el transcurso de la “digitalización”» y que paradójica­mente «el futuro de la comunicación se hunde cada vez más en la oscuridad».2

Al mismo tiempo, con ello se está poniendo en cuestión si la me­moria almacenada digitalmente no pudiera hundirse también en semejante oscuridad. ¿No irá unida una nueva dimensión de dis­persión de la memoria, superadora de todas las formas conocidas de la amnesia, al almacenaje digital no orientado a la durabilidad? Cabe recordar unas anotaciones de Sigmund Freud del año 1924 a las que se ha dado poca relevancia y que llevan por título Notiz über den Wunderblock (Informe sobre la pizarra mágica). A ellas se ha re­ferido Weinrich. A una mirada retrospectiva, el Wunderblock o piza­rra mágica de Freud se le manifiesta en todo caso como una metá­fora sorprendentemente perfilada, como una anticipación de la auténtica naturaleza del almacenamiento de los sistemas digitales, a saber, su corto recorrido.

El informe de Freud acerca de la pizarra mágica lo ha descrito Weinrich de la siguiente manera: «El tema de este informe es la me­moria en su más importante materialización, a saber, como escritu­ra. Según Freud y sobre el criterio de la “perdurabilidad” de lo escrito, hay que distinguir dos tipos de la memoria escrita. El papel escrito con tinta adopta una huella de recuerdo permanente. Por el contrario, lo escrito con punzón sobre una pizarra puede ser bo­rrado fácilmente. El primer sistema de memoria favorece pues la memoria orientada a largo plazo, mientras que el segundo, orien­tado a corto plazo, está más próximo al olvido. Sin embargo, en tiempos de Freud salió al mercado un nuevo sistema de instrumen­tal de escritura y juego que, bajo el nombre de Wunderblock, unía ambos sistemas de recuerdo. Según la descripción de Freud, se tra­taba de una tabla encerada cuya superficie venía preparada con un papel transparente y una capa de celuloide, de tal manera que se podía escribir sobre ella con un estilete y lo escrito, grabado en ce­ra, se podía borrar de nuevo fácilmente con el mero hecho de le­vantar varias coberturas. Sin embargo, la huella de la escritura del punzón sobre la capa de cera, incluso aunque el usuario la hubiera alisado de nuevo de la manera que se ha descrito, seguía, bajo de­terminadas condiciones, todavía visible. Esto sucedía, por ejemplo, cuando la capa de cera se observaba a una luz determinada. Así pues, el Wunderblock recibía en sus capas de cera una memoria al mismo tiempo perecedera y permanente, a la que, en el reverso, se correspondía también un olvido pasajero y permanente».3

Mientras tanto, esta relación entre huella de recuerdo perece­dero y huella de recuerdo permanente se ha situado en un primer plano de actualidad hasta convertirse en un tema de naturaleza glo­bal. Existe un programa de la Unesco, puesto en marcha ya a co­mienzos de los años noventa del siglo anterior, bajo el título de «Me­moria del mundo» que, orientado a la conservación de la memoria colectiva del mundo, integra documentos significativos en soporte de papel, audio y visual (imagen y cine) en un registro mundial con el objeto de presentarlos en Internet (preservation and acces). Un pro­grama, por consiguiente, que, por primera vez de manera global, sometía a discusión la cuestión de la memoria permanente, más en concreto con relación a los documentos que a escala mundial pue­den ser declarados como dignos de recuerdo, ante la situación pa­radójica de que precisamente los memorabilia del recuerdo colectivo a largo plazo deben ser confiados a un medio de almacenaje del que se pueda disponer globalmente pero que solo posee una me­moria técnicamente limitada al corto plazo.

Joachim-Felix Leonhard ha descrito la situación con estas pala­bras: «Casi en ningún otro ámbito de los que se ocupan de la he­rencia cultural y de los valores ha aparecido de manera tan drástica la cuestión de quién decide hoy —en la época de la comunicación di­gital y de la todavía no resuelta archivación a largo plazo con el ob­jeto de disponer de ellas en el futuro— acerca de aquello que ten­dremos que recordar el día de mañana […]. Es como si tuviera lugar una imaginaria invasión desde fuera de la galaxia y se nos propusie­ra la cuestión de Robinson. Es decir, tal y como en cierta ocasión se preguntó a Noé, quién decide acerca de los valores y objetos que serían dignos de meterse, en caso perentorio de limitación o, en su caso, de selección, en un pequeño bote, en una especie de arca vir­tual. Los que realizaran la pregunta nos dejarían, digamos, pocas posibilidades de elección como alternativa que, sin embargo, debe­rían ser consideradas bastante bien. Lo cual no significa otra cosa que emprender un paseo a través de la historia de los documentos, de los documentos de la historia, que los valorase de manera estric­ta y selectiva. En el programa «Memory of the World» deberán digitalizarse los documentos básicos de todos los países y ponerse a dis­posición en la red a través de un servidor de la Unesco. Con ello, estos documentos se estarían difundiendo in order to have preservation (vía digitalization) and better acces (vía world wide web)».4

Pero con la particularidad de que de esta digitalización de la me­moria colectiva sigue estando excluida aquella herencia memorística inmaterial especialmente amenazada a la que Lévi-Strauss ha alu­dido de manera penetrante: los cantos transmitidos, los relatos, los rituales y las fiestas cuya realización va indisolublemente unida al ejercicio y a la transmisión a través del ser humano. Pero es que in­cluso con referencia a los documentos de la memoria digitalizados en el programa «Memory of the World», la definición de literatura de Theodor W. Adorno puede ganar una nueva e inesperada signi­ficación, a saber, la de que la literatura es la «memoria del sufri­miento acumulado». Pues el camino del sufrimiento de esta me­moria, hasta ahora materializada de manera permanente en libros y bibliotecas, hasta cierto punto vendría hoy determinada por el tempo de innovación, cada vez más acelerado, de los sistemas digi­tales. Hans Magnus Enzensberger ha descrito este fantasma con las siguientes palabras: «El acelerado tempo de innovación tiene como consecuencia que el valor medio temporal de los medios de alma­cenamiento disminuya. Los National Archives en Washington ya no están en situación de leer los escritos electrónicos de los años se­senta y setenta. Los instrumentos que serían necesarios para ello ya hace tiempo que han caducado. Son ya raros y caros los especialis­tas que pudieran trasladar los datos a un formato actualizado, de tal manera que la mayor parte del material puede darse por perdido. Aparentemente, los nuevos medios solo disponen de una memoria técnicamente limitada al corto plazo. Hasta el presente no se han dado cuenta de las implicaciones culturales de este hecho».5

Así pues, ¿estamos ante el horror digitalis como cultura anamnética? Enzensberger, previendo esta pregunta, por lo demás perfecta­mente imaginable, ha tenido la precaución de identificar las dos fac­ciones de la época digital: los apocalípticos por una parte, y los evangelistas por otra. Como criterio de diferencia decisivo se mani­fiesta de nuevo la memoria: en forma de pérdida de memoria por parte de los evangelistas y de capacidad de recuerdo por parte de los apocalípticos. En este sentido, Enzensberger interpreta a los evange­listas digitales como anunciadores de buenas nuevas de naturaleza global, ya que profetizan, entre otras cosas, el surgimiento de una de­mocracia directa de carácter electrónico, el desmontaje de jerarquías y la permanente utilización de fuentes. Debido a la falta de memoria que manifiestan, ellos le hacen recordar a Enzensberger la eufórica fe que en la época de posguerra se tenía en la utilización pacífica de la fisión nuclear como solución a los problemas de energía.

Los evangelistas digitales prometen además la solución de pro­blemas totalmente diferentes: en vez de soluciones anuncian la re­dención del hombre anticuado. Entre otras cosas, también la reden­ción del ser humano de una memoria insegura y quebradiza gracias a unos gigantescos instrumentos de almacenaje electrónico. «El cyborg, una quimera híbrida de hombre y máquina, sería entonces el siguiente paso lógico para la autodestrucción del género. Al final, autómatas progresistas que no estén manchados con la mácula de la mortalidad deberán sustituir totalmente al débil género humano. Estas máquinas también pondrán fin al caos de la sexualidad; ellas estarían en disposición de propagarse de una manera totalmente agenética. Ya desde la época de los pioneros más militantes de la in­teligencia artificial, hace ya decenios, se viene anunciando esta me­ta desinteresada. Los dineros de investigación enterrados en arena, la testarudez de los mind-body problems, las muchas bancarrotas que les estaban reservadas a sus promesas, todo esto no ha sido impedi­mento para los intentos de estos creadores de proyectos. Los profe­tas tienen inmunidad frente a los hechos. Eso es lo que constituye su atractivo».6

Pero, en opinión de Enzensberger, también los apocalípticos di­gitales se manifiestan no menos dogmáticos que los evangelistas. Al revés que estos, los apocalípticos no pueden, sin embargo, esperar subvenciones, ni medios de terceros ni apoyo industrial. Por eso tienen que anunciar por iniciativa propia los horrores de un futuro de «galopante quietud» en el sentido que expresó el filósofo de los me­dios Paul Virilio o un mundo de fantasmas de virtualidad y simula­ción medial en el sentido de Baudrillard.7

El mismo Enzensberger soluciona este antagonismo de manera pragmática relativizando ambas facciones: hay muchas cosas que hablan a favor de los que aconsejan evitar exageraciones: «Por nues­tra parte deberíamos condenar al ridículo que se merecen a esos profetas de los medios que se prometen y nos prometen o el apo­calipsis o la redención de todo mal. La capacidad de distinguir una pipa de la foto de una pipa está muy extendida. Quien confunda el cibersex con el sexo está maduro para el psiquiatra. Se está seguro del cansancio corporal y el dolor de muelas no es virtual. Quien tiene hambre no se satisfará con simulaciones y la muerte propia no es un suceso para los medios. Pero sí, hay una vida más allá del mundo di­gital: la única que tenemos».8

Pero ¿se exagera realmente en un mundo que mientras tanto es globalmente gestionado de manera digital y virtual frente a la rea­lidad del antiguo mundo de la memoria? También Enzensberger admite que los medios juegan un papel central en la existencia hu­mana; su rápido desarrollo conduciría de hecho a modificaciones que realmente nadie puede menospreciar. Una cosa es segura: que el desarrollo rápido lleva la memoria del libro, hasta ahora accesi­ble de manera real, aunque amenazada en su perdurabilidad por los daños que produjeran a largo plazo posibles ácidos, a un esta­do de agregado totalmente nuevo. La palabra impresa como me­moria materializada muta en palabra electrónica. La biblioteca co­mo lugar de reunión real de la memoria impresa se traslada al espacio digital del disco duro. La memoria que san Agustín, en los libros diez y once de sus Confesiones, había entendido como el fin propiamente dicho de la reunión de la comunidad se evapora y se convierte en el spicarium, es decir, en el lugar donde originariamente se conservaban las espigas (spicae), el trigo. El ordenador, sin embargo, almacena, no memoriza. Es decir, la emigración de los impresos a la serie de signos electrónicos escamotea a la memoria la hasta ahora normal realidad táctil de los libros. Las piececitas de tejido mental fijadas en el libro de una memoria que funda refe­rencias asociativas deben poner a prueba su destreza ahora sobre un nuevo suelo, a saber, en el terreno de fugaces series de signos de digitalizados altamente disueltos. La memoria, hasta ahora ex­perta en el trato con asociaciones auto-generadas y clarividencias conexas, de repente se encuentra otra vez —y en cuanto usuaria ha­bituada a capacidades de almacenaje— con conexiones formales técnicamente determinadas y dependiente de las «máquinas de búsqueda» digital.

En la medida en que los discos duros y servidores se llenan con sus digitalizados, se vacían los estantes de libros de las antiguas bi­bliotecas: «Es un atractivo juego de pensamiento futurístico: las existencias de libros de las bibliotecas del mundo, desde los más in­significantes folletos hasta la enciclopedia más maciza, se escanean automáticamente. Escáneres de gran rendimiento ponen libro tras libro sobre sus espaldas y escanean página a página el texto del li­bro, en la medida en que son capaces de aspirar la página siguien­te y pasarla automáticamente. Títulos de los capítulos y apartados se reconocen sin el apoyo intelectual de un bibliotecario y se elaboran de manera automática convirtiéndose en meta-datos accesibles de manera real y configurantes de un texto. Un escenario fascinante que en el presente resulta todavía un poco utópico, pero que, en vista de los vertiginosos desarrollos de las tecnologías IT, presumi­blemente pueda ser considerado a corto plazo como realista».9

Pero tranquilos: a pesar de estas perspectivas que apenas se pue­den designar como utópicas, por el momento el hecho es el si­guiente: «Hasta que se haya digitalizado el último tomo de pompo­sa lírica historicista, la que Heyse llamó Goldschnittlyrik, posiblemente pasen, a la vista del ejército de millones de libros que deben ser escaneados, decenios. Hasta entonces, la sala de lectura, a la que fre­cuentemente se le ha puesto ya el RIP, no será sustituible».10 Pero los evangelistas digitales están firmemente decididos a poner el mundo a disposición de los usuarios de bibliotecas virtuales. En el futuro, las bibliotecas pondrán a disposición no solo los memorabilia digitaliza­dos de sus propias existencias, sino que será posible el acceso a in­numerables textos digitales de los magazines acumulados de innu­merables bibliotecas.

Con lo que finalmente se podría llegar a realizar aquella biblio­teca de Babel que Jorge Luis Borges, durante largo tiempo director de la Biblioteca de Buenos Aires, ha anticipado ya en su escrito en prosa que, con el mismo título, está muy próximo al género fantás­tico. Weinrich ha representado esta biblioteca de Babel ideada por Borges de manera penetrante, con almacenes que datan de tiempos inmemoriales y con una capacidad de almacenamiento de todos los libros existentes y futuros. En un primer momento la existencia de esta biblioteca universal provocaría en todos los bibliotecarios em­pleados en ella un sentimiento de felicidad. «Y ellos buscan espe­ranzadamente entre la masa de libros —igual que Mallarmé y Valéry— un único libro que encierre toda la complejidad de los otros y que, como si fuera su cifrado y compendio, se asemeje a una divinidad. Sin embargo, ese libro total no se encuentra. Cunde entre ellos la decepción, se manifiesta un sentimiento de derrota y algunos bi­bliotecarios enloquecen. En esta situación aparece una secta. Sus adeptos son partidarios del olvido. Impulsados por un furor higiéni­co, ascético, estos puritanos, que por supuesto también son biblio­tecarios, ponen manos a la obra de eliminar de la biblioteca de Ba­bel todos los libros inútiles. Millones de libros perecen a través de su tarea de aniquilación. Sin embargo, esta violenta declaración de nu­lidad no tiene consecuencias reconocibles para las existencias de la biblioteca y sigue siendo infinitesimal en su efecto. Resistente al olvido, como se ha manifestado, la biblioteca de Babel sobrevivirá a la decadencia de la humanidad».11

Si se observa detenidamente, la esperanza de que en el futuro se puedan encargar contenidos de memoria de los almacenes de li­bros virtuales en el estilo de esta biblioteca de Babel, por lo menos para clientes concretos, se manifiesta como utópica. Pues ya senci­llos cálculos ponen de manifiesto que apenas un futuro usuario dis­pondrá de la capacidad financiera como para poder llamar a pro­pia cuenta todos los textos completos para él relevantes: sobre todo los trabajos de investigación de carácter humanístico y de ciencias sociales exigen a menudo decenas y centenas de escritos a consul­tar. «Pero no solo los científicos de la literatura quieren quitar el polvo de los libros, perderse en lo escrito, buscar con meta o sin ella, encontrar inspiraciones, descubrir lo lejano como lo funda­mental, y en concreto tanto de los anaqueles de libros de la sala de lectura como en el cosmos de las fuentes de la red. La oportunidad de poder cargar cantidades de datos en el futuro de manera con­fortable en el PC privado se hace esperar: por el contrario, la nece­sidad de que, como cliente individual, como usuario final, uno ten­ga que soportar horrendos costes, desaconseja la empresa».12

Lo que, sin embargo, más intranquiliza a los apocalípticos no son tanto los horrendos costes, sino mucho más el horror digitalis de una pérdida colectiva de saber sobre la base de rápidos proce­sos de envejecimiento de los sistemas digitales. Sobre todo después de que, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, la memoria materializada en libros, que han utilizado papel que contenía áci­dos, haya dado considerables muestras de disolución. Pues los con­tenidos de la obra del disco duro transportable llevan ya las señas de la decadencia sobre la frente. En los medios magnéticos se almacenan los info-bits en finísimas películas orgánicas o metálicas que están adheridas al material soporte mediante un producto quí­mico. Con el tiempo, sin embargo, se disuelve el material de unión y al tocar el material de la película ensucia la cabeza de lectura. Con el resultado de que expertos en medios magnéticos tales como bandas, cintas, floppies o zip-disk garantizan solo una conservación de los datos por un espacio de diez años aproximadamente. Los productores de discos de memoria óptica prometen por el contra­rio una durabilidad considerablemente más larga, por ejemplo, para el CD-ROM. Pero con toda probabilidad también en este caso flaqueará la memoria después de cien años. Pues, con el transcurso del tiempo, la capa de metal que cubre el disco se irá haciendo opa­ca. Entonces, el rayo láser ya no podrá reflejar de manera exacta. Los rayos saltarán los pits o agujeritos de los bits marcados en el ma­terial.

En efecto, esa promesa de una memoria de largo plazo con una duración de cien años que nos hacen los productores de discos du­ros ópticos es aceptable, pero no es verificable. La comprobabilidad de las afirmaciones que acompañan al producto no tiene lugar. Pues antes de que los datos de memoria digital sean víctimas del ordena­miento de materiales, desaparecerán ya los instrumentos con los que estos datos fueron elaborados originariamente. A ello viene a aña­dirse el que también los programas, es decir, las series binarias de ce­ros y unos que pueden convertirse en informaciones legibles, ya de­jarán de estar presentes, a más tardar, en los ordenadores de la subsiguiente generación. Lo que, por ejemplo, se almacenó en Commodore 64, en su tiempo un sistema celebérrimo, ya está perdido pa­ra la memoria de la posteridad digital: un PC moderno ya no está en situación de descifrar los contenidos del viejo Commodore.

En vista de este dilema de la memoria digital, los evangelistas alu­den a un medio de salvación supuestamente probado: la copia re­gular. Pero también aquí amenaza el peligro de importantes lagu­nas de memoria. Pues en el almacenaje de copia de datos, la señal eléctrica sensible a las interferencias se convierte en ceros y unos. Para ello la curva de corriente constante debe dividirse en dos valores: cada impulso superior a un nivel de umbral fijado se convier­te en cero y por debajo del mismo en uno. Pero en este proceso la señal de corriente está sometida ocasionalmente a alteraciones, con el resultado de que en la cercanía del valor diferencial pudieran surgir fallos. De esta manera de repente puede almacenarse un uno en vez de un cero.

En general, cuando se copia no están triunfando los sistemas di­gitales, sino los sistemas de fotocopia de documentos en papel, que mientras tanto ya están trasnochados. Mientras que en las copias de las copias, los signos de la escritura solo van palideciendo paulati­namente, en el duplicado digital ya una única modificación de un único bit (de cero a uno o de uno a cero) puede conducir a la ma­yor catástrofe de la memoria, al máximo accidente que se pueda su­poner: todo el conjunto de datos se inutiliza de manera irreversible.

¿Es que con ello Ulises ha desembarcado de nuevo entre los lotófagos? ¿Presentan los sistemas digitales, mientras tanto, peligros semejantes a los de los frutos del loto que disuelven la memoria? Es­tos sistemas ¿son capaces por sí mismos de desencadenar a largo plazo aquella «gran fiesta del borrado» que Hugo Loetscher había previsto a escala universal y que tendría lugar el 31 de diciembre de 1999, en la que a un solo comando de olvidar se borrarían todos los datos almacenados electrónicamente?13 Pero incluso aquí los evan­gelistas digitales hacen nuevas promesas esperanzadoras. Pues el si­glo XXI no solo ha integrado las capacidades de los primeros años ochenta desarrolladas del PC en el teléfono móvil y en comunica­ción a través de Internet. Mientras tanto, también en estos acceso­rios del life-style digital la duración de vida y la resistencia contra las pérdidas de memoria digital han aumentado de manera considera­ble en comparación con los organizer o planificadores tradicionales.

En efecto, el llamado Palmtop Computer, asistente personal di­gital que tiene cabida en la palma de la mano (PDA), no significa ni mucho menos, aun en el caso de extravío o aniquilación del PDA, la pérdida de la memoria digital en el usuario. Al adquirir un nuevo asistente personal digital (PDA), podrá recuperar la memoria perdida desde su ordenador de mesa en el que está a su disposición la copia de todos los datos. Son datos que cotidiana o automá­ticamente pueden ajustarse y sincronizarse a través de la denomina­da función HotSync. A ello se añade que en vista de la cada vez me­nor durabilidad del hardware, a los buenos clientes del PDA se les oferta regularmente por seguridad un upgrade o acceso a nuevos ti­pos de teléfono por parte de los comerciantes de teléfonos móviles.

No obstante, la durabilidad, paulatinamente decreciente, del hardware sigue constituyendo, junto al simultáneo y diario y cada vez más acelerado crecimiento de la cantidad de datos a archivar, un ar­gumento decisivo que los apocalípticos digitales esgrimen contra los evangelistas del sistema. Haciendo balance, Peter Cornwell ha detallado brevemente algunas de las pérdidas digitales de la me­moria brevemente: «El British Film Institute administra más de 200.000 horas de proyección de películas de vídeo que fueron al­macenadas en medios analógicos que van envejeciendo rápidamente, como por ejemplo el U-matic (un formato de casete de vídeo desarrollado por Sony en 1969). La British Broadcasting Cor­poration (BBC), que posee aproximadamente unas 600.000 horas de vídeo, ya ha admitido la pérdida de una gran cantidad de mate­rial de la primera época de la televisión. La unión entre las cintas de vídeo abandonadas y la capacidad de subsistencia de informa­ción digital no es quizás inmediatamente evidente, pero la digitalización y almacenamiento mediante medios electrónicos ofrece con toda probabilidad la única solución práctica para esta tarea de ca­rácter gigantesco. La copia de material de vídeo en nuevas cintas no tiene mucho sentido, dado que sería necesario un masivo empleo de mano de obra. Además el proceso debería repetirse cada diez años, es decir, cuando se hubiera alcanzado ya el fin de la vida de duración de las nuevas cintas. Los retos son enormes. El equivalente digital de una única hora de vídeo en calidad de emisión se cifra en alrededor de unos 120 gigabytes. La suma de datos resultantes tiene consecuencias que hoy todavía no podemos prever».14 Un in­forme del horror digitalis con la perspectiva de futuras pérdidas po­sibles de memorabilia de implicaciones realmente intranquilizadoras, cuyas proporciones y significación hasta ahora apenas se discuten. Esto supone por una parte que de manera consciente se acepten pérdidas de contenido de memoria no restituidas para futuras ge­neraciones, y, por otra parte, que se deje exclusivamente al parecer y criterio de las actuales élites de funcionarios el determinar qué contenidos de memoria estarán disponibles en el futuro y cuáles de­berán considerarse obsoletos.

Ejemplos para la visión de este futuro orwelliano de una me­moria de la humanidad exclusivamente dirigida y seleccionada por élites digitales se encuentran en Cornwell. Mencionemos aquí el li­bro del Domesday, publicado electrónicamente en el año 1986 por la BBC en conmemoración de los novecientos años del surgimien­to del libro del mismo nombre que contenía los apuntes resultan­tes de la sistemática investigación, ordenada en 1086 por Guillermo el Conquistador, de las condiciones de posesión en Inglaterra. Cornwell informa exhaustivamente sobre este ejemplo de una pri­mitiva época de horror digitalis: «El nuevo banco de datos multime­dia, un inventario de la actual Gran Bretaña, fue producido con ayuda de millones de escolares y con la utilización de estadísticas y material visual del gobierno. Un reproductor de discos láser y un Micro BBC —que en esa época eran la competencia de los ordena­dores de IBM— constituían el hardware necesario que posibilitaba al usuario navegar a través de una colección de fotografías, películas, gráficos y textos tan amplia que eran necesarios algunos años para ver todo individualmente. Sin embargo, solo quince años después, el proyecto tuvo que ser salvado de una cuasi-catástrofe mediante el esfuerzo conjunto de varias universidades: pues en este corto espacio de tiempo el entorno técnico se había transformado radicalmente hasta el extremo de que los datos almacenados en discos láser ya no podían ser leídos por el usuario normal. Al mismo tiem­po, los mismos soportes, los discos láser, estaban amenazados agu­damente por la desintegración. Esta comprobación es especialmente impactante a la vista de las ediciones originales de papel, muy bien conservadas, del libro histórico del Domesday, escrito no­vecientos años antes por monjes normandos […]. El problema de la BBC no solo consistía en tener que leer datos de discos obsole­tos antes de que estos desaparecieran por completo. El equipo de restauración tenía que emular el Micro BBC, es decir, imitar sus funciones en un nuevo ordenador para que el logicial para la na­vegación de la información, que estaba almacenado sobre el disco láser, se pudiera reproducir de nuevo».

Mientras tanto, la cada vez más breve vida del hardware exige nue­vas estrategias de managements de personal para asegurar los conte­nidos digitales. Eso supone sobre todo el desarrollo y manteni­miento de competencias especiales por parte de los colaboradores para la supervivencia de informaciones digitales en vista de los instrumentos técnicos de diferentes generaciones, productores y mo­dos de procesamiento. En este contexto Cornwell ha aludido a los aspectos, obvios, de una explosión gigantesca de los costes de pro­ducción. «El carácter problemático del archivo de vídeos de la BBC no resultaba, a diferencia de la salvación del proyecto Domesday, de los costes originados por la compra de nuevos medios de almace­namiento, máquinas o infraestructura. Resultaba sobre todo del problema del enorme coste, impagable, de la mano de obra huma­na que sería necesaria para traspasar de las viejas cintas a las nuevas el enorme volumen de material, un proceso que solo con gran difi­cultad puede acelerarse, dado que las máquinas de copiado corren en tiempo real. Con una durabilidad de los medios de almace­namiento, que sigue estando por debajo de los diez años, todo el proceso, aparte de las cintas añadidas de los años transcurridos, de­bería ser repetido tan pronto como se hubiera finalizado. Además, el material de vídeo se almacenaría en forma analógica, lo que ten­dría como consecuencia ulteriores pérdidas de calidad con cada traslado».15

Pero incluso la producción de un archivo para el almacena­miento a largo plazo de contenidos de la memoria digital conten­dría numerosas variables imprevisibles. Esto supone que no es posi­ble, en definitiva, un amplio pronóstico de todos los sucesos que en el transcurso del almacenamiento pudieran ocurrir. Para que toda­vía en un futuro lejano se pudiera echar mano de almacenes de datos deberían anticiparse, por ejemplo, no solo los adelantos tec­nológicos; también deberían tenerse en cuenta aspectos de finan­ciación a largo plazo. Por no mencionar las modificaciones del cam­bio climático y de medio ambiente. Por ello Cornwell llega a un resultado esclarecedor: «No hay impedimentos fundamentales para disponer a largo plazo de los datos y de los métodos para echar ma­no de ellos. Sin embargo, al día de hoy no hay tecnologías prácticas que permitan un almacenamiento a largo plazo, dado que las mis­mas, tras un espacio de tiempo determinado, son incapaces de seguir funcionando. Hasta el presente, esto lo han impedido las planifica­ciones de los gobiernos para archivos administrados permanente­mente que, en vistas de la necesidad rápidamente creciente de las posibilidades de almacenamiento, son de la máxima urgencia».16

Dada la imposibilidad de una memoria digital de largo plazo, la mayor urgencia podría venir exigida también por aquella tecnolo­gía clave con la que los evangelistas digitales profetizan una salida del dilema de la fragilidad de sus memorabilia: el Storage Area Net­work (SAN). El sistema SAN, desarrollado por un grupo (Internet Engineering Task-Force) de productores de ordenadores y compo­nentes, aprovecha una significativa propiedad de la información di­gital, a saber, la imposibilidad de distinguir entre copia y original.

Por consiguiente, la capacidad de supervivencia a largo plazo de los memorabilia podría asegurarse, por lo menos potencialmente, a tra­vés de la ubicuidad global de clones digitales de información. Esto significa que la correspondiente información debería distribuirse a través de un mirroring o imagen digital, a través de espejos dispues­tos geográficamente por todo el mundo. Seguridad, por consi­guiente, a través de espejos automáticos repetidos, una estrategia implementada ya por el movimiento Open Software. Y esto con una doble meta. Por una parte, el SAN posibilita potencialmente que instrumentos de almacenamiento de datos con muy alta capacidad de almacenamiento, instalados en un lugar concreto, puedan ser utilizados a través de redes privadas o públicas de tal manera que ac­túen como usuarios en cuanto parte componencial de los ordena­dores o de una red local. Por otra parte, el sistema SAN conduce al aseguramiento a largo plazo de la actualización de información y comprueba la consistencia de todas las copias reflejadas, es decir, distribuidas. Con ello, el sistema SAN posibilita un almacenamien­to de la información a precio asequible y a largo plazo a través de la utilización de instrumentos de almacenamiento de todos los pro­ductores posibles; sin embargo, en el supuesto de que los produc­tos de estos productores coincidan con el estándar SAN. El resulta­do es el siguiente: «Las estrategias de reflejo SAN posibilitan la transmisión periódica, totalmente automática, de información de un hardware de almacenamiento, que está al final de su durabilidad, a otro nuevo que está unido a SAN».17

¿Es entonces SAN la utopía de una torre de Babel digital pos­moderna? En todo caso, estos fundamentos están inicialmente mar­cados no solo por la fragilidad de memoria de los medios de so­porte, sino también por la dependencia de la energía y de la adaptación, constantemente necesaria, al estándar actual técnico. Todo esto sin mencionar que también los datos SAN a largo plazo no están protegidos contra los desastres naturales, como, por ejemplo, el impacto de un asteroide. Son fundamentos digitales que en el siglo XXI, bajo nuevo signo, hacen efectiva la formulación de Marx y Engels: «Todo lo estamental y todo lo estable se evapora».18 Sobre estos fundamentos todos los datos individuales y colectivos de la memoria pierden su aura de original, pues sobre el valor de los digitalizados decide su disponibilidad. Lo que Walter Benjamin anotó acerca de la obra de arte en la época de su reproducción téc­nica, vale por consiguiente sin límites para el documento digital, a saber: «la falta de duración material y de documentabilidad históri­ca».19 Un fenómeno que se debe al peculiar carácter de los sistemas digitales en cuanto tecnología de la comunicación y no de la con­servación de la memoria.

Thomas Hettche ha criticado este carácter peculiar de los siste­mas digitales: «Quien pretenda entender la digitalización de nuestra cultura solo como ganancia añadida en lo que a rapidez y asequibilidad se refiere, ignora que la pérdida del artefacto genera una cultu­ra totalmente nueva del almacenamiento. Si todavía, según Hannah Arendt, los artefactos consolaban al hombre perecedero en la natu­raleza perecedera con un reflejo de la eternidad, a partir de ahora desaparece con ellos también el consuelo que residía en su aparente carácter de imperecederos […]. Mientras en el antiguo orden algo que se apartara podía encontrarse de nuevo, ahora todo se genera si­guiendo un proceso e igualmente de nuevo se consume de manera natural. Cada “dato” se consume como “sensación” y con ello aque­llo que un día se llamó cultura […]. Por doquier, la estadística apa­rece en lugar del recuerdo, la recensión se sustituye por la lista de ventas, el aficionado sustituye al experto, que ya ha dejado de existir. Las listas norman el juicio personal, hacen la propia experiencia compatible con los datos y reducen confrontaciones a los mantras del éxito en Amazon: Hay lo que hay, pero nada permanece».20

Si ya François Truffaut, en su película Farenheit 451, del año 1966, habla de una sociedad en la que está prohibido leer libros, los sistemas digitales van mucho más allá de esta visión: en efecto, estos no prohíben los libros, pero disuelven su memoria material. Incluso los disuelven, pues los memorabilia que desaparecen de la red están perdidos. Dado que las máquinas buscadoras los han bo­rrado de sus catálogos, corren el peligro de que nadie los vuelva a echar de menos. Un proceso de disolución que en definitiva vale también para los memorabilia digitales, pues, por regla general, las publicaciones en la red, transcurrido un cierto plazo, son borra­das del servidor. El disco duro lleno exige de manera implacable este proceso de borrado y eliminación según criterios de selección, no del almacenamiento, que depende de su significación ac­tual. Lo que hasta ahora prometía la publicación a través de los medios de impresión, a saber, la permanencia a medio o largo pla­zo de las huellas, se evapora en la red digital, incapaz de resisten­cia. Lo que en la red no se vigile, lo que no se cuide no podrá, como en el libro, sobrevivir y estará condenado al olvido y a la elimi­nación.21

De esta manera, los sistemas digitales inesperadamente provocan aquel notable temor que a comienzos del siglo XIX fue expresado de manera poética por Goethe (en Chinesisch-DeutscheJahres- und Tageszeiten): «A mí me atemoriza lo capcioso/ De la conversación adver­sa,/ En la que nada permanece y todo fluye,/ En la que ya ha desaparecido lo que se ve./ Y con temor me siento cogido/ En red tejida de terror».

Con tanta mayor urgencia, los apocalípticos digitales deben exi­gir que se fijen los criterios de selección, al menos para algunos con­tenidos digitales de la memoria no condenados a la desaparición. Por ejemplo, indicaciones digitalizadas para generaciones futuras sobre los lugares de almacenamiento de residuos radiactivos, en parte con una duración media de 20.000 años. Las más recientes in­vestigaciones de los sistemas digitales muestran en todo caso que los archivos realmente solo se pueden borrar totalmente cuando han sido sobrescritos varias veces con nuevos archivos. La Oficina Fede­ral para la Seguridad en la Técnica de la Información (BSI) ofrece por consiguiente el correspondiente programa de sobre-escritura.22 Hasta ahora solo en la fantasía existe un botón para la amnesia to­tal del ordenador.

Notas

(*) Capítulo de su libro La memoria robada. Los sistemas digitales y la destrucción de la cultura del recuerdo. Breve historia del olvido (pp. 73-91). Ediciones Siruela, 2008.

(1) Wolfgang Hagen, Gegenwartsvergessenheit («El carácter olvidadizo del presen­te»), Merve Verlag, 2003, pág. 120.

(2) «El carácter olvidadizo del presen­te», págs. 120-s.

(3) Harald Weinrich, Lethe: Kunst und Kritik des Vergessens, C. H. Beck, Múnich 1997 [Leteo. Arte y crítica del olvido, traducción de Carlos Fortea, Siruela, Madrid 1999], pág. 169.

(4) Joachim-Felix Leonhard, «Kulturelles Erbe und Gedächtnisbildung-Betrachtungen zur Vergangenheit in der Gegenwart und Zukunft» («Legado cultu­ral y formación de la memoria. Consideraciones acerca del pasado en el presente y en el futuro»). En Sonderdruck Fünfzig Jahre deutsche Mitarbeit in der Unesco, 2000, pág. 131.

(5) Hans Magnus Enzensberger, Nomaden im Regal («Nómadas en el estante»), Fráncfort del Meno, 2003, pág. 122.

(6) «Nómadas en el estante», págs. 109-s.

(7) «Nómadas en el estante», págs. 110-s.

(8) «Nómadas en el estante», págs. 128-s.

(9) Barbara Schneider-Kempf y Martin Hollender, «Brauchen wir im digitalen Zeitalter noch Lesesäle?» («¿Necesitamos salas de lectura en la época digital?»). En Jahrbuch Preussischer Kulturbesitz, tomo XXXIX, 2003, págs. 104-s.

(10) «¿Necesitamos salas de lectura en la época digital?», pág. 106.

(11) Leteo. Arte y crítica del olvido, págs. 261-s.

(12) «¿Necesitamos salas de lectura en la época digital?», pág. 106.

(13) Véase Leteo. Arte y crítica del olvido, pág. 260.

(14) Peter Cornwell, «Digitale Systeme und Nachhaltigkeit» («Sistemas digitales y durabilidad»). En Margit Rosen y Christian Schoen (eds.), The chronofiles from time-based art to database, Revolver Publishing, Múnich 2003, págs. 18-s.

(15) «Sistemas digitales y durabilidad», pág. 23.

(16) «Sistemas digitales y durabilidad», pág. 22.

(17) «Sistemas digitales y durabilidad», págs. 30-s.

(18) Karl Marx y Friedrich Engels, Manifest der Kommunistischen Partei («Manifies­to del Partido Comunista»). En Obras, tomo 4 (6.a ed.), Berlín 1972, pág. 459.

(19) Walter Benjamin, Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit («La obra de arte en la época de su reproducción técnica»), Fráncfort del Meno, 1973, pág. 15.

(20) Thomas Hettche, «Sammlung und Zerstreuung» («Colección y distrac­ción»). En FAZ, 23/12/2003, pág. 6.

(21) Véase al respecto Margit Rosen, «Ohne zu Vergessen-Digitale Artefakte als Akteure» («Artefactos digitales como actores»). En Margit Rosen y Christian Schoen (eds.), The chrono-files from time based art to database, Revolver Publishing, Múnich 2003, págs. 6-ss.

(22) Al respecto y con referencia al tema de la protección de datos, véase Hilmar Schmundt, «Verräterische Magnetspuren» («Traidoras pistas magnéticas»). En Der Spiegel, núm. 52/2003, págs. 144-s.